Creyeron los antiguos griegos que la democracia era la menos imperfecta de las formas de gobierno. Aristóteles (Estagira, 384 - Calcis, 322 aC) en su Política, analiza los sistemas políticos conocidos hasta entonces (monarquía, tiranía, república, oligarquía, etc.) para concluir que la democracia es el más apropiado, (por menos dañino entre toda la pléyade de gobiernos imperfectos) para las polis griegas. Define la democracia como el gobierno de todos y propone que la totalidad de los ciudadanos pase, sucesivamente por los puestos de dirección, que deben ser ocupados en periodos inferiores a un tiempo determinado con el fin de evitar la corrupción, que comenzaba ya a sacar el hocico de la madriguera.
Cierto es que las ciudades griegas de la época tienen poco que ver con la organización actual de nuestros territorios y que los sistemas de vida y de producción de los viejos griegos se parecen solo ligeramente a los actuales, pero no cabe duda de que hemos heredado de ellos muchos conceptos por lo que a la democracia se refiere, incluido el fantasma perverso de la corrupción.
Desde entonces a nuestros días, los países de nuestra zona de influencia han sufrido innumerables tipos de gobierno, desde las monarquías absolutas a las tiranías socialistas, para concluir al fin en los llamados “sistemas democráticos” que tienen en común la participación del pueblo en la elección de los gobernantes, aunque revistan formas diferentes en sus estructuras.
Algunos de esos países estrenaron democracia hace siglos, como los ingleses que tienen su primera Carta Magna desde 1215; otros, como los españoles, recuperamos Constitución en 1978 después de que un punch militar diera fin a la ultima, republicana, de las varias que se habían sucedido a partir de la primera de 1812 (la famosa Pepa, por ser promulgada el 19 de Marzo).
Pero nuestra última Constitución contenía un caballo de Troya: el sistema de partidos, que proliferaron como hongos en las primeras elecciones democráticas, fue fagocitándose a sí mismo hasta que la Hidra solo tuvo dos cabezas mayores y una minúscula red de tentáculos periféricos, orientados a su vez, en encontradas direcciones. Y las dos cabezas, unidas indisolublemente por el sistema democrático como Escila y Caribdis lo estaban por el mar, cayeron en la perversión de fijarse como objetivo, cada una la destrucción de la otra, sin percatarse que la muerte del enemigo llevaba aparejada la propia.
Y lo que es más grave, las permanentes disputas de los partidos, jaleadas diariamente por una prensa que necesita para funcionar madera carnicera como el tren de los hermanos Marx, nos ha vuelto a separar en dos bandos en los que se escuchan continuamente las palabras ellos y nosotros, como si perteneciéramos a dos comunidades, no solo distintas, sino enfrentadas.
El desconcertado españolito de a pie, que se resiste a ser incluido en ninguno de esos bandos por lo que supone de enemistad con el otro, se pregunta con desánimo si no será posible pertenecer alguna vez a un país sosegado, con sus diferentes peculiaridades que no entrañen disputa ni enfrentamiento, cuando estamos abocados a sentirnos participes de realidades supranacionales que se experimentan, con una naturalidad envidiable, cuando se viaja más allá de las fronteras propias.
Seguir mirándose el ombligo territorial o partidista es, hoy día, ejercicio cateto y desaconsejable, propio solo de mentalidades carpetovetónicas y cerradas que ya deberíamos haber erradicado de forma definitiva hace tiempo.