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martes, 21 de mayo de 2013

CIN-COS CABALLEROS

Para Pepe, Eduardo, Manrique, Juan y Miguel.
 Los encontré (¿o los soñé?) caminando unidos por la vasta extensión del país que no existe. Yo tampoco estaba allí la tarde en que llegaron cabalgando potros de niebla. Nunca supe sus nombres, si es que los tenían, no hacia falta llamarles de ninguna forma porque jamás contestaban si no a sus propias preguntas, por eso les llamé primero, segundo, tercero, cuarto y quinto caballeros. No llegaron juntos, sino uno tras otro, desde todos los puntos cardinales, como si hubieran concertado una cita inevitable en el país invisible
El primero era placido y bonancible, puede que viniera de oriente. Aglutinaba sin esfuerzo voluntades, concitaba acuerdos en los que todas las partes se sentían ganadoras y dejaba tras de si un rastro de suspiros femeninos. Traía en la faltriquera un ábaco que muchos sabios habían empleado para calcular el espesor de la Muralla China. En él se contenía la sabiduría del universo y las miles de lenguas que se hablan en la Constelación de Orión.
En la cabeza del segundo cabían el código de Hammurabi, las obras completas de Marcel Proust, el BOE de los últimos veinte años y algunos sonetos que nunca llegó a publicar Lope de Vega. Tenía para todos la palabra justa y el ademán sereno de quien es capaz de conciliar evitando la disputa; puede que viniera de América. Un pastor griego pariente de la Rata Papirívora me dijo que lo había visto en sueños fumando la pipa de la paz en un tipi Cherokee, pero el griego se había bebido dos botellas de vino de pasas y estaba fumándose una chicha con los ojos entornados por el humo placentero, así es que no le creí.
El tercero desbordaba humanidad y llenaba con su presencia cualquier lugar en el que apareciera. Algunos decían que llegó desde las tundras de Anatolia a la cabeza de numerosas yurtas que se detuvieron a las puertas de Roma. Otros, que en su juventud había sido domador de magnolias saltarinas que le habían dejado sus hojas azules impresas en la piel. Muchos le envidiaban su fama de matar con dos espadas. Tampoco puede averiguar su verdadero origen, porque solo respondía con arias de opera a cualquier pregunta.
El cuarto jinete era el guardián de los secretos ignorados. El que todo lo sabe y todo lo calla. El que solo habla con los hermosos ojos azules que a veces se nublan de tristeza. Criaba plantas espinosas a las que hacia atravesar un aro en llamas para caer en un balde de agua donde morían asfixiadas, pero él derramaba aquella sangre verde en el suelo y las plantas brotaban de nuevo cada amanecer. Un mirlo blanco me susurró al oído que lo había visto leer varias veces todos los libros de la biblioteca de Alejandría antes de pegarle fuego.
El quinto era un Mercurio de blanca sonrisa y ademán presto al servicio de los dioses que le habían precedido. Eolo lo había protegido rescatándolo de un naufragio cerca de las costas patagonas para dejarlo a salvo al otro lado del mar. Contaba que en la pampa se había encontrado con el Ocumán una noche de ventisca. Puede que fuera cierto, porque algunos días de viento regatero, desde la borda de un chinchorro llenaba con su grito la placida quietud del mar pequeño. Quizás su voz llegaba hasta la tundra lejana donde hacia saltar lagrimas a la bestia con aspecto de oso, pobladora de falsas leyendas que nunca se escribieron.
Los cinco jinetes llegaron desde el universo de los cuentos nunca escritos para disputarse una cabra en el juego tártaro a caballo, pero olvidaron la cabra y acabaron bebiéndose dos barriles de hidromiel en cuernos vikingos.
Luego, desaparecieron y se quedaron para siempre.

martes, 14 de mayo de 2013

MOROS Y CRISTIANOS (V). Reflexión final.


 Algunos de mis lectores -a los que de todo corazón agradezco su aplicado interés-, se habrán preguntado a que viene este insólito afán por afligirles con relatos de las guerras pretéritas sufridas por nuestros antepasados.
“Poco tienen que ver esas historias –se dirán- con estos tiempos en que disfrutamos de benéfica paz. Allá se valieran con sus guerras entre moros y cristianos o cristianos entre si o moros entre unos y otros en la época que nos has contado”.
Debo responder a los que así argumenten que ha sido mi intención alumbrar una reflexión sobre lo poco cambiante que resulta la naturaleza humana, no ya desde tiempos tan cercanos en el tiempo como los que en capítulos anteriores se han visto, sino desde el principio mismo de la humanidad. Es la del hombre, por desdicha, una historia de luchas y matanzas. Dentro de unos miles de años (si es que esto no ha pegado un trueno para entonces), los arqueólogos estudiaran nuestra especie por el desarrollo de las armas que la han acompañado. Quizás se asombren de la compleja proliferación que han experimentado desde que el primero de nosotros descabezó a otro con una quijada de burro. Es probable que no averiguaran nunca si, desde los tiempos más oscuros, las armas desarrollaron las guerras o fue al revés. El caso es que fue.
Un amigo mío, historiador, mantenía la teoría de que en cualquier periodo de nuestra evolución que diéramos un “corte histórico”, podríamos definir perfectamente ese periodo por las guerras en que encontráramos inmersos a los habitantes del planeta.
Considerándolo un tremendista, me apliqué a comprobar su teoría con el solapado propósito de desmontar la gratuita maldad que atribuía al genero humano, pero les aseguro que no pude encontrar ningún momento de los muchos que analicé que se encontrara exento se guerras y exterminios, por unos motivos o por otros. Por razones territoriales casi siempre o por otras –religiosas, económicas o tribales- que enmascaraban la primera.
Un observador optimista se antevería a decir que en los tiempos modernos y civilizados en que vivimos eso se ha desterrado. Vana impresión: contémplese el numero de guerras que laten en estos momentos a lo largo del planeta y el inmenso arsenal armamentístico con que todas las naciones (quizás con una o dos excepciones) se apresuran a proveerse, no se sabe en vísperas de qué confrontación capaz de acabar con el genero humano y los otros adyacentes. Lo de si vis pacem para bellum, me parece una de las tonterías mas grandes que he oído en mi vida, algo así como los postulados de la Sociedad Nacional del Rifle en Norteamérica.
A las guerras y los ejércitos que las sustentan, se dedican abundantes recursos que bastarían para erradicar el hambre y la miseria que afligen a gran parte de la humanidad. Lo cual, mis buenos amigos, no es que me parezca bueno ni malo, me parece, sencillamente, idiota. Estamos recorriendo un camino hacia ningún sitio, y hay muchas probabilidades de que acabe en  la tragedia que merece nuestra estupidez.


Esa era la reflexión.

martes, 7 de mayo de 2013

MOROS Y CRISTIANOS (IV). El Cid en Valencia.


En 1088 Yusuf ibn-Tasufin cruzó por segunda vez el estrecho dispuesto a dar la batalla a los reinos cristianos y a las taifas corrompidas por la molicie. Llegó hasta la fortaleza de Aledo, en Murcia, pero allí se le acabó el fuelle y fue derrotado por las tropas cristianas. Alfonso había solicitado el auxilio del Campeador para la batalla de Aledo, pero este –sin que se sepan bien las razones, que no se las comunicó a nadie conocido-, emprendió el camino de Murcia, pero no llegó a tiempo para apoyarlo. Alfonso montó en cólera y lo desterró por segunda vez, esta con mayor rigor que la primera, pues le confiscó todos sus bienes. A partir de ese momento, el Cid se consideró legitimado par emprender sus aventuras y conquistas no en nombre del rey, si no en el suyo propio.
Decidido a guerrear en las ricas tierras de Valencia, se estableció en Burriana, amenazando las posesiones del rey de la tarifa de Lérida, al-Mundir. Este se alió con Ramón Berenguer II de Barcelona que vino en su auxilio, atacando ambos al Cid en el verano de 1090. En Tevar los derrotó el Cid, haciendo prisionero de nuevo a Ramón Berenguer que, escarmentado, decidió abandonar para siempre sus intereses en el Levante peninsular.
La amenaza almorávide se cernía sobre moros y cristianos por igual. Yusuf ibn-Tasufin ansiaba construir otro imperio a este lado del estrecho para purificarlo con su renovada fe. Rodrigo, que ya había saqueado las tierras riojanas y recibía parias de muchas taifas, ante la amenaza almorávide, decidió conquistar la ciudad de Valencia para establecer un señorío hereditario no sometido a ningún rey, ni cristiano ni moro.  Después de un duro cerco, tomó posesión de la ciudad en junio de 1094, titulándose “Príncipe Rodrigo el campeador”.
A los almorávides les sentó muy mal la perdida de Valencia. Un sobrino de Ibn Tasufin, Abu Abdalá ibn Tasufín, quiso recuperarla, pero fue derrotado. Al año siguiente lo intentó de nuevo, pero fue de nuevo vencido por el Cid, que se había aliado para la ocasión con el rey de Aragón, Pedro I.
Ese mismo año, el Cid envió a su único hijo, Diego Rodríguez, a luchar junto a Alfonso VII contra los almorávides, pero fueron derrotados en la batalla de Consuegra y el muchacho perdió la vida.
El Cid, después de conquistar la importante y amurallada ciudad de Sagunto, reinó en todo lo que habia sido la taifa de Balansiya como Princeps y soberano autónomo, hasta el año 1099 en que murió. Su esposa, Jimena consiguió mantener la ciudad a salvo de los ataques musulmanes hasta el año 1102 en que se vio obligada a abandonarla.
Los restos del Cid y de su esposa, después de dar varios tumbos desde S. Pedro de Cardeña, primer enterramiento del Cid, pasando por un mausoleo a orillas del río Arlanzón y por la Capilla de la casa Consistorial de Burgos, reposan, desde 1921, en el crucero de la Catedral de Burgos.


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