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martes, 27 de marzo de 2012

UN POCO DE BRONCEMIA

Al P.D.G. del club Thornton


El leader de la tertulia más prestigiosa y cualificada de Murcia, no ha mucho que publicó una de sus ingeniosas entradas en un blog que goza de fama internacional (Thornton club). La llamó broncemia y describía en ella una afección que, con ser tan antigua como la condición humana, tiene en nuestros días una extensión que amenaza convertirla en preocupante. Esta llamada de atención, interesante como todas las suyas, me sugirió la visita, pormenorizada y ensoñadora a las estatuas de Rodin que adornan, en estos días prólogo de la Semana Santa, un hermoso espacio de nuestra ciudad. Quise comprobar de cerca si experimentaba en mis entretelas alguno de los síntomas con que describe la enfermedad el prestigioso galeno Dr. Núñez, bien conocido por sus extensos estudios sobre la materia: diarrea mental, sordera interlocutoria, reflejo céfalo-caudal y pérdida paulatina de la capacidad ensoñadora.
Con las debidas precauciones para evitar cualquier roce contaminante, me aproximé a la primera de ellas: Il penseroso, concebida en principio para figurar en la puerta del infierno de un museo de artes decorativas. Avatares de la historia hicieron que nunca se ubicara en aquel destino y que la figura, que quiere representar a Dante meditando sobre su obra, adquiriera entidad propia. Así ha llegado hasta Sto. Domingo.
Rodin, a quien en su época se acusó de modelar sobre el natural (tan perfectas eran las esculturas que presentó en su primera exposición de Paris), quiso dejarnos en “el pensador” un cuerpo convertido en cerebro cuya tensión se manifiesta en cada uno de los músculos que resaltan bajo la piel, de la cabeza hasta los dedos de los pies, que parecen aferrarse en un rictus ultimo a la roca que los sustenta. No se sabe si el cuerpo atlético, acabado un esfuerzo titánico ha quedado meditabundo por un momento o si de esa tranquilidad surgirá de improviso el salto imparable. La quietud del instante ha quedado atrapada para siempre en el bronce.
Las otras seis figuras forman la colección “Los burgueses de Calais”, un encargo que el escultor recibió del consejo de la ciudad para honrar a seis de sus ciudadanos que tuvieron un destacado papel en la defensa de la villa ante la invasión inglesa en el año 1347. El papel, nada honroso, consistía en entregar las llaves al rey inglés Eduardo III como símbolo de rendición, y comportaba el grave riesgo de que fueran ajusticiados o torturados. (Es sabido que matar al mensajero ha sido deporte practicado con asiduidad por reyes y generales). Quizás por ello se presentaron ante el vencedor con la túnica de los condenados como único atuendo, descalzos, con las llaves de la ciudad  y la soga al cuello.
Cuenta la tradición que las estatuas fueron modeladas desnudas para luego ir añadiéndoles los ropajes bajo los que se intuyen siempre las expresivas formas,  “erigidos unos al lado de otros como los últimos arboles de un bosque arrasado”, en palabras de Rainer María Rilke, secretario de Rodin, han quedado para siempre en Calais, junto al ayuntamiento.
Cada una de las estatuas expresa sentimientos distintos frente a la catástrofe que les aguarda: desesperación (Andrieu D’Andrés); ansiedad temerosa ante el cruel destino (Jean de Fiennes); arrogancia dentro de la sumisión (Eustache de St. Pierre); duda (Jacques de Wissant), mientras que Pierre, el más anciano de todos, se muestra decidido y valiente. Con ser impresionantes todas y cada una de ellas, me resulta estremecedora la tensión crispada de Jean d’Aire cuyos músculos parecen a punto de reventar la piel que los sujeta con dificultad. Imagino el rostro terso, la mirada orgullosa y desafiante, la barbilla provocadora, velados discretamente por sus compañeros cuando aparecieran ante el rey inglés.
*
Notando un ligero incremento en mi peso, continué caminando hacia la tertulia de Belluga “por en medio de esa vieja calle salón” [como dice Pedro García Montalvo (otro distinguido miembro del Club Thornton) en su retrato de Avellaneda[1]], con idea de repostar en el Hispano, mientras decía para mis adentros: he de corregir a los sabios doctores; la broncemia, a pequeñas dosis, no parece peligrosa.


[1] GARCIA MONTALVO, PEDRO, El aire libre, Ed. Comares, Granada, 2002. P.95


martes, 20 de marzo de 2012

LLUEVE EN MURCIA

 

A finales de marzo, después de un invierno seco como un cascabillo, de improviso un día amanece lloviendo contra todo pronóstico de los hombres del tiempo que habían asegurado, quizás llevados de la práctica rutinaria durante tanto tiempo ejercida, “tiempo seco y soleado”. Murcia, bajo la cortina de agua mansa que cae del cielo entreverado de grises, parece esponjarse con la humedad. Arroyos de agua oscura recogen los lodos de tiempo inmemorial y los charcos van creciendo a medida que el día avanza y la lluvia persiste. Gran parte de los desagües, olvidada durante tanto tiempo su función, permiten indiferentes y ciegos que los riachuelos pasen sobre ellos; y los transeúntes apresurados chapalean mojados hasta las rodillas sin llegar a incomodarse por la lluvia que resulta una novedad insólita y gratificante.

Mediado el día, los edificios van rezumándose de una humedad que los tiñe de color marrón y  los riachuelos se vuelven más transparentes y lentos. Las palomas del jardín de Santo Domingo, que han aprovechado las primeras gotas para lavarse las costrosas plumas levantando las alas de forma alternativa, hartas del baño que ya se hace pertinaz, acaban refugiadas bajo los aleros que cobijan los nidos siempre crecientes, y los escuálidos naranjos del llamado pomposamente Bulevar Cetina, derraman un torrente cristalino cada vez que un muchachuelo travieso los agita, bromista, al paso de un compañero.
Las gentes, a las que ya va incomodando el agua, caminan pegadas a los edificios sorteando los gruesos goterones que caen a espacios intermitentes de las azoteas, resguardándose bajo los paraguas rescatados de rincones olvidados o comprados precipitadamente en tiendas de chinos, que se han apresurado a colocar todas sus existencias en las vitrinas.
Uno, que ama la lluvia como ama al sol y al viento y disfruta de ellos cuando toca, aprovecha ese día en la ciudad para hacer largas caminatas sin destino sintiendo el agua sobre la espalda, metiendo los pies en los charcos como cuando era chico y recordando –imagen recurrente siempre que llueve- aquella escena del pequeño salvaje, irrecuperable como todos los niños ferales, que danzaba enloquecido y feliz bajo la lluvia torrencial de Aveyrón.

martes, 13 de marzo de 2012

NO ME SACUDA, SR. IMÁN.

No es práctica habitual de este blog acoger escritos ajenos. Pero en esta ocasión me ha parecido oportuno dar cabida a la carta de una señora de Tarrasa, conocida mía, por parecerme que ha de interesar a alguno de mis lectores.
Sr. Imán de Terrassa:
No sé si recuerda, Sr. Imán, que llegué a este país hace ya años, una madrugada fría de otoño en una barca desahuciada para la pesca, después de haber pagado por “el pasaje” un dinero que tardé dos años en reunir. Estaba helada, hambrienta, desesperada y con un hijo dentro de mí. No le volveré a relatar las cosas que ya le conté en su día: que sobreviví como pude, trabajando de sol a sol en invernaderos asfixiantes; que parí con fortuna a mi hijo gracias a la Seguridad Social de este país que me acogió a pesar suyo; que logré abrirme camino y ahora disfruto de cierto bienestar junto a mi compañero español; que sigo practicando el islam del que me siento orgullosa y haciendo que mi hijo lo conozca. Religión que no me separa en absoluto de mis convecinos españoles que practican otra diferente, o ninguna.
Y ahora me sorprende Ud., Sr. Imán, ilustrando a los hombres de mi comunidad con un manual de castigos a las mujeres que incluye técnicas de “adoctrinamiento y respeto” para que no les dejen marcas ni las hagan sangrar en demasía, poniendo ejemplos concretos de cómo golpearlas, cómo aislarlas en el domicilio conyugal y cómo negarles las relaciones sexuales. Sospecho, Sr. Imán, que sigue Ud. anclado en el año 1433 de la Hégira, como reza el calendario musulmán. Y lo que es más grave, parece no haberse percatado de que estamos en un país en que la ley civil y el catecismo están escritos en libros diferentes. Y eso atañe y obliga a todos los que aquí residimos.
No es el suyo mi Corán, Sr. Imán, por más que comprenda que, como todos los libros sapienciales, dicen una cosa y su contraria con igual desenvoltura (a veces en la misma página), razón por la cual, a lo largo de los siglos han necesitado (y necesitan) intérpretes que con frecuencia emiten opiniones contradictorias sobre los mismos asuntos.
Le diré más: su actitud y sus principios, que no compartimos la gran mayoría de musulmanes sensatos, dañan de forma grave la imagen de los que practicamos esa religión, con toda libertad, en nuestro país de acogida. No es cierto ni mucho menos, Sr. Imán, que la suya sea actitud generalizada de los que seguimos el Islam en nuestros días. Somos gentes trabajadoras y dignas, con voluntad de convivencia sana y honesta (como quizás lo hicieron nuestros antepasados en lejanos tiempos), que respetamos y cumplimos las leyes de este país que nos acoge con plenitud de derechos civiles y unas posibilidades de trabajo y convivencia que no habíamos encontrado en los nuestros.
Dispense lo áspero de mi lenguaje, Sr. Imán, pero no me es posible respetar su postura ni la situación que se arroga (a mi forma de ver, indebidamente) de representante religioso musulmán. Creo que sus ideas pertenecen a tiempos ya olvidados (no por ello menos injustos) y que si desea seguir difundiéndolas y poniéndolas en práctica, es buen momento para que se acoja a otras comunidades y países donde esas barbaridades se sigan practicando. Lo que le encarezco por su propio bien y por el de la comunidad de los creyentes.

Terrassa Marzo de 2012
Atentamente
Fátma Bousoli

martes, 6 de marzo de 2012

PAJARILLOS

En Murcia, el invierno dura poco. Unos cuantos días de frio, a finales de enero, que hacen exclamar a la gente (como si hubieran perdido la memoria de años pasados) “este invierno está haciendo más frio que nunca”. Pero enseguida, la sensación se desvanece y acabando febrero, el sol, que pasa más alto, derrite las últimas humedades y anima árboles, plantas y gentes.
Terciada la mañana de esos días soleados que invitan al paseo sin rumbo, comienzan los pájaros su fiesta. Han vuelto los gorriones, colorines y verdoleros que restauran sus viejos nidos deteriorados por los vientos invernales, o buscan nuevos encajes entre los árboles que se podaron para el invierno. Agrupados en bandadas que poco a poco se irán escindiendo para formar parejas de enamorados, gorjean sin cesar, se persiguen y vuelan en grupos multiformes dejándose caer todos a una sobre la loma cercana o entre las ramas, peladas aún, de las higueras.
La pareja de ardillas que construyó su nido en la copa del árbol centenario, sale a recibirlos. Corren, alocadas, persiguiéndolos en una broma permanente que describe rutas helicoidales sobre el tronco, como si les dieran la bienvenida.
Les tengo especial cariño a una pareja de petirrojos que llega cada primavera. Son como de la familia. Todos nos alegramos al verlos y sospecho, por sus trinos amigables,  que ellos también nos echaron de menos en su invierno africano. Sobre la gran mesa familiar que reúne a los míos en ocasiones señaladas, bajo la morera emparrada, aún sin yemas, tengo siempre dispuesto un viejo frutero, desechado de otros menesteres, donde les dejo golosinas: un trozo de bizcocho, algo de pan remojado, unas binzas de tomate o los restos de una lata de caballa.
Se dejan caer de las alturas, ya sin recelo, en cuanto me retiro unos metros y se aplican al condumio con nerviosismo, meneando la cola a impulsos breves y seguidos. Nunca, ni ellos ni yo, traspasaremos esa distancia de seguridad. Pero nos conocemos y quiero pensar que también me profesan cierto afecto.

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