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martes, 23 de abril de 2019

OLORES


Nunca pudo recordar cuándo empezó a manifestarse aquella extraña cualidad que habría de acompañarle para siempre. Las imágenes más antiguas de su memoria eran un cuerpecillo regordete e indefenso rodeado de sabanas espumosas y de la infinita panoplia de olores que le invadían: olor a espliego de las sabanas, olor agrio y dulzón de sus orines, olores corporales entremezclados con fragancias, algunas repugnantes, de las personas que se inclinaban sobre la cuna musitando tonterías como si él las entendiese. Pronto se dio cuenta de que el mundo estaba compuesto de elementos que tenían un olor característico, un olor que solo él era capaz de percibir. Eso lo sumió, al principio, en una extraña desazón. Sentirse diferente no resulta cómodo, pero aprendió enseguida que no podía compartir aquella percepción con nadie. Sus primeros amigos no sabían de qué les hablaba. Para ellos no existía el olor a comida rancia, a polvo de siglos, a vetustez y carcoma que flotaba por todo el colegio. Ni el acre olor corporal que salía de las sotanas con patina de siglos de sus maestros, ni el pimpante olor a primavera cuando, a primeros de abril se abrían las ventanas. Los demás parecían no tener narices; para él eran su medio de contacto con el mundo. Los olores eran como un arco iris donde caben todos los colores: cada cosa tenía el suyo y cada olor hablaba  del objeto o la persona de donde procedía. Los objetos hermosos tenían olores agradables. Los feos, olores “negros”, igual que las personas; unas eran amables, acogedoras, buenas, atractivas; esas tenían colores hermosos, blancos, olores que le llegaban hasta el fondo del estómago y le hacían sentirse feliz cuando se acercaba a ellas. Otras tenían olores oscuros, repugnantes que trasmitían sus sentimientos de mezquindad, avaricia o egoísmo. Su cercanía le provocaba un malestar que lo hacía palidecer y le bañaba la frente en sudor. A veces fantaseaba con la posibilidad de asfixiarlas lentamente mientras respiraba todas las gradaciones de olor que tendría el miedo a medida que la muerte fuera llegándoles al corazón. Era una fantasía recurrente, y le agobiaba la certeza de que algún día, cada vez más cercano, se vería obligado a realizarla.
No fue hasta muchos años después que leyó El perfume y supo que no estaba solo.

Este relato fue publicado en la antología Con un par de narices, editorial La Esfera cultural, Marzo de 2012.

martes, 2 de abril de 2019

COCODRILOS Y MCGUFFIN


Por supuesto que no había ningún cocodrilo roncando sobre la cama de la habitación de invitados cuando abrió la puerta. Ángel Zapata, en su estupendo manual "La práctica del relato", nos regala la imagen a modo de señuelo para mostrar la conveniencia de mantener la atención del lector con ese cocodrilo inverosímil entremetido en la historia. Los personajes, los objetos, las acciones y los escenarios que dan cuerpo a una historia han de ser únicos y peculiares y el autor de ficciones debe elegirlos con cuidado, huyendo siempre de lo previsible, nos dice. Y seguramente tiene razón, aunque no siempre se encuentre la habilidad necesaria para seguir tan sabias enseñanzas. Más cerca estoy de consolarme con las palabras de Cervantes: Yo, que siempre me afano y me desvelo/por parecer que tengo de poeta/la gracia que no quiso darme el cielo.
No solo los cocodrilos sirven para atrapar la atención mudable del lector. Enrique Vila-Matas, por cuya obra confieso cierta debilidad, utiliza una especie de cocodrilo en forma de mcguffin. ¿Y qué será eso del mcguffin, preguntará quizás el paciente lector que me haya acompañado hasta aquí? La explicación es un poco larga, pero no he tenido tiempo para hacerla más corta, así que parodiando a aquel entrañable alcalde de pueblo con voz ronca y sombrero cordobés, se la voy a dar en las letras del autor de “Kassel no invita a la reflexión”:
Como algunos saben, para explicar qué es un mcguffin lo mejor es recurrir a una escena de tren:” ¿Podría decirme que es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza”? pregunta un pasajero. Y el otro responde “Ah, eso es un mcguffin”. El primero quiere entonces saber que es un mcguffin y el otro le explica: “Un mcguffin es un aparato para cazar leones en Alemania” “Pero si en Alemania no hay leones” dice el primero. “Entonces eso de ahí no es un mcguffin” responde el otro.  Luego el autor nos recuerda el estupendo mcguffin que supone la estatua del pájaro en la película El Halcón maltés.
Nadie piense que lo del mcguffin es cosa de estos tiempos. Invito a quien tenga tiempo y ganas a leer la divertida poesía de Baltasar de Alcázar (1530-1606), “Una cena”, que arranca con un estupendo mcguffin: En Jaén donde resido vive Don Lope de Sosa…
Un antecedente más moderno del mcguffin fueron los inolvidables charlatanes que los días de mercado se aposentaban en la vereda del río Segura que entonces, si no caudaloso, era discreto cauce de aguas corrientes.
Muchos recordareis aquellos personajes que, para hacer corro, instalaban un pequeño chiringuito cubierto con un paño negro bajo el que decían tener un animalillo o alimaña misteriosa –quizás un lagarto traído de las lejanas islas de Comodo- que, pasados unos instantes efectuaría las más increíbles acrobacias. El personaje –llamémosle Ramonet por el momento- continuaba ponderando las habilidades del misterioso animalillo excitando la curiosidad del público que se iba añadiendo al círculo. Cuando la afluencia era suficiente, el astuto vendedor cambiaba el sentido del discurso hacia su verdadero objetivo: ponderar las excelencias de sus mantas de las que hacia lotes que malbarataba, según él, en un afán solidario de aliviar los fríos habituales en la época. Algunos chiquillos bobalicones –apártate nene que no me dejas trabajar- que como yo, esperaban ansiosos la aparición del misterioso lagarto quedarían para siempre defraudados. Los de Ramonet constituían estupendos mcguffin, aunque probablemente él
no lo supiera.

Ahora ya sabemos lo que es un mcguffin, para qué sirve un cocodrilo roncando sobre la cama de la habitación de invitados; que la estatuilla del halcón de porcelana era solo una excusa para los interminables diálogos de la película; que el criado portugués de don Lope de Sosa no tiene nada que ver con la cena que luego describe el autor y que Ramonet fue un precursor del mcguffin oratorio. Otra cosa es que tengamos la habilidad de emplear mcguffin, cocodrilos, criados portugueses o dragones de Comodo con el acierto suficiente para atrapar la volátil atención de nuestros lectores.


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