Cuentan las leyendas de los hombres
del norte, que el martillo de Thor golpea la tierra cuando su dueño se enfurece,
haciendo saltar en trozos las montañas de este planeta, frágil y menudo. No tan
minúsculo como imaginó Antoine de St. Exupery, pero casi. Igual que al planeta
del cuento, hay que cuidarlo con mimo, porque si no, los grandes Baobabs pueden
anidar en él y acabar destruyéndolo. Hay que regar diariamente las rosas para
que no se agosten y tenerlo todo limpio y cuidado, porque a pesar de su
pequeñez es nuestro cobijo y el único lugar habitable que, por el momento,
conocemos. El sistema solar en el que gira, es solo una níspola dentro de
nuestra galaxia, que a su vez es una minucia en el complejo de infinitas
estrellas que nos rodean, navegando a la ventura, por el universo.
Los hombres, entre sus muchos
defectos, se transmiten de padres a hijos uno que, según cuentan, convirtió a
los ángeles en demonios: la soberbia. El mortal, se ve
reflejado en el espejo y dice: “¡Quien como yo, el rey de la creación!”. Y se
dedica, imitando a los lejanos constructores de pirámides, a levantar
monstruosos edificios, zigurat que pretenden llegar al cielo y catedrales que
le parecen grandiosas y eternas. Cree que ha dominado la naturaleza porque le
pone irrisorias barreras, pero sus grandes trasatlánticos indestructibles
fracasan cuando un bloque de agua solidificada le propina un empellón; y las
naves espaciales, solo capaces de recorrer una mínima parcela de nuestro
infinito universo, explotan por un azar incontrolable, en medio de la nada, con sus tripulantes en la
barriga.
El planeta, quejoso de la falta de
respeto con que lo tratamos, emite de vez en cuando una leve tosecilla que
provoca tsunamis y terremotos, anega tierras, destruye todo lo que encuentra a
su paso, devorando personas y animales y dejando a su paso la tierra yerma para
mucho tiempo. Abre sus fauces por el primer lugar que se le ocurre y vomita
ríos de lava, crea islas y las hace desaparecer a su capricho, o envía
tormentas de nieve que paralizan durante muchos días la vida de millones de
personas.
Y nosotros, en vez de observar el
infinito y tomar la medida justa de nuestra insignificante pequeñez, estamos
atentos solo a nuestro ombligo que, por próximo, nos parece enormemente grande,
el centro de todo el universo. Y así nos va.