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martes, 30 de mayo de 2017

ARISTÓTELES Y LA POLÍTICA

Hace ya unos dos mil quinientos años que Aristóteles recomendaba el sistema democrático. Le parecía la menos mala de las formas de gobierno conocidas hasta entonces. Parece que el argumento sigue siendo válido hoy día, y los países que lo han adoptado navegan a contracorriente para que no se les vaya de las manos. El maestro de Estagira detectaba –¡ya entonces!- uno de los graves problemas que el sistema comporta: el de la corrupción, que según parece, es cáncer que acompaña a la sociedad humana desde tiempos pretéritos.
Añadía que todo hombre –suponemos que quería incluir también a las mujeres, aunque no se hubiera impuesto todavía el llamado ‘lenguaje inclusivo’-, es un ente político, es decir susceptible de ocupar un puesto de dirección en los asuntos de la comunidad. Incluía el concepto de parresía: declarar la verdad en todo momento aunque resultara oneroso. Iba más allá y postulaba un sistema en el que todos los ciudadanos de la polis, por turno obligatorio, dedicaran unos años al gobierno de la misma reintegrándose al cabo de ellos a sus ocupaciones habituales; no sin haber rendido cuenta minuciosa de su gestión y de su situación económica antes, durante y al final del periodo en el que fueron dirigentes.
Hace ya tanto tiempo de esas sabias enseñanzas que se nos han olvidado. Ha aparecido una ‘clase política’ que, desde su más tierna infancia se dedica a arrimarse a la teta, militando en las juventudes de cualquier partido, en el que van escalando puestos hasta lograr un confortable acomodo sin más ideario que el del partido ni mas ética que la del modus vivendi asegurado de por vida.
Esta perversión de la clase política –por fortuna con excepciones- hace que las consideraciones éticas de esos personajes sean de un relativismo absoluto (si el oxímoron es permisible), y que su único afán sea aferrarse al sillón conseguido a lo largo de muchos años de aquiescencia. Su pensamiento individual, si alguna vez existió, se ha diluido en el ideario del partido, al que siguen con ciega devoción de autómatas. No en vano su bienestar y el de su familia dependen de su fidelidad incuestionable a la causa, cualquiera que ella sea.
Sin embargo, la ciudadanía tiene la llave del proceso: podemos elegir a quienes han hecho de la política su objetivo in aeternum, o a quienes vienen a ella, ya formados como profesionales en la sociedad, para prestar sus buenos oficios y los conocimiento adquiridos en el roce con sus ciudadanos. En cualquiera de los casos, su periodo de gestión política debería estar limitado por ley.

Más vale analizar con lupa a quienes se postulan para ser los gestores de lo público que plañirse después por las malas prácticas de las que acabamos siendo víctimas. En nuestras manos está.

martes, 16 de mayo de 2017

SEÑOR PRESIDENTE (XXII): País idílico.

Me consta que es usted renuente a las críticas, por eso no voy a hacerle ninguna. Solamente intentaré en esta misiva (espero que le dedique la misma atención que a las anteriores), convidarle a una breve reflexión sobre nuestras dos naciones.
Usted vive en un país donde no existe la corrupción, y si alguna vez existió es cosa del pasado, como aquellos ‘hilillos’ del olvidado navío que a malas penas se notaban, salvo alguna cosa. Los fiscales hacen su trabajo con total independencia, jamás miembro alguno de su partido ha intentado coaccionarlos. Los ex presidentes y pelotas de primero y segundo nivel que están investigados (antiguamente imputados) o en la cárcel, nada tienen que ver con su bando, son cosas de un pasado ya remoto que nadie recuerda. Los tesoreros sucesivos de su formación política que se han alzado con el santo y la limosna son casos individuales de personas ajenas al partido. Las cajas B nunca existieron, son cosa de los Bárcenas y compañía que se llevaban las perras a capazos sin que nadie lo advirtiera. Lo de Bankia, una travesura inocente de Rato -colocado por su antecesor-, las tarjetas blak un simple error contable que ni el Banco de España, ni la CNMV (Comisión Nacional del Mercado de Valores), ni Deloite detectaron. El autoabastecimiento energético ha pasado a ser una entelequia, igual que los cuarenta días por despido improcedente. En mi región, las autovías terminan de forma abrupta en bancales de limoneros; los aeropuertos después de años y paños siguen sin aviones; los trenes rápidos nunca llegan, ni soterrados ni sin soterrar; el Mar Menor, por la desidia del gobierno local se ha quedado sin banderas azules… Todo eso son minucias y críticas malintencionadas de mensajeros a los que conviene descabezar. La autentica realidad es que a los pensionistas se les aumenta sustanciosamente los ingresos cada año, la sanidad y la enseñanza van viento en popa; la ley de dependencia, a pesar de deberse al infausto Zapatero, reparte ayudas a mansalva. Cada vez hay menos enfermos en el sistema sanitario por la inexorable ley del tiempo y los niños, exentos de elementos perturbadores como la filosofía, se convertirán en ciudadanos adocenados y felices, es cuestión de más champions. Este es un país magnífico.

La prueba palpable de que todo lo anterior responde a la más diáfana de las realidades es que el personal sigue votando a su partido de forma mayoritaria. Tiene usted razón, señor Presidente, vive en un país de ensueño, un país idílico. Ya me gustaría que fuera el mío.

martes, 9 de mayo de 2017

MÁS RICOS, MAS POBRES


Avanzan los países del primer mundo por la senda de la prosperidad, mejores formas de vida, facilidades para acceder a la enseñanza, menos esfuerzo para conseguir lo que antes era inalcanzable… Pero el progreso nos ha revelado el caballo de Troya que camuflaba en su interior: la corrupción que ataca a los ambiciosos con desprecio absoluto de sus semejantes. Los ambiciosos son los que se encaraman al poder mientras los ciudadanos de a pie se resisten a pensar que lo hacen por intereses espurios de los que ellos mismos se sienten lejanos. Es un error que, con frecuencia, cometen las personas honradas.
Y sucede lo que sucede cuando se confía a la zorra el cuidado de las gallinas: que hace un estropicio en el gallinero. Pasados unos cuantos años, las privatizaciones, los recortes en educación, en sanidad, en investigación, en pensiones y en todo lo que suene a derechos sociales, ha hecho su faena: la sociedad se ha empobrecido, pero los ricos son más ricos y los bancos, una vez rescatados con el dinero de todos, se apresuran a ‘reciclarse’ convirtiéndose en empresas de servicios en vez de hacer circular el dinero para impulsar la industria y los negocios. Se aplican sin rubor a la especulación en ‘los mercados’ y a cobrar porcentaje a cualquier transacción por modesta que sea.
Los jóvenes se han acostumbrado a las precarias condiciones de trabajo que les esperan -si es que encuentran alguno-, y a vivir de sus padres mientras puedan. Ser mileurista ha pasado de tener un tinte peyorativo a ser una circunstancia envidiable. ‘Eso es lo que hay’, dicen con un conformismo adocenado, conscientes de  que los tiempos de las revoluciones han pasado y de que, a las malas, ahí están los padres o los abuelos para socorrerlos. Mala enseñanza para los que pronto han de tomar las riendas de este difícil carro que tiende al despeñadero.
El abanico diferencial entre ricos y pobres, lejos de cerrarse como sería la aspiración de toda sociedad igualitaria, se abre cada vez más. La clase media, fautora imprescindible de cualquier revolución social, ha desaparecido. Queda una elite reducida de poderosos y la gran masa acomodaticia de sobrevivientes. Antiguallas como la buena educación, el trato deferente a los mayores o la cortesía en los medios de transporte, han quedado superadas al tiempo que el lenguaje se ha sincopado y los mensajes, necesariamente breves ‘porque si no, no los lee nadie’, han de subrayarse en mayúsculas para que se aprecie su importancia.
No me gusta ser catastrofista, pero tengo la penosa impresión de que somos, quizás por primera vez en la historia, una generación que dejará a sus sucesores el mundo peor que lo recibimos.




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