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martes, 24 de septiembre de 2019

REFLEXIONES SOBRE EL DANA CON SANTOMERA AL FONDO

Vueltas las aguas a su cauce, en fase de lamernos las heridas, me parece adecuada una reflexión sobre los acontecimientos provocados por esta situación excepcional.
Fenómenos como el que ha acontecido, aunque poco frecuentes, no son desconocidos. Santomera ya sufrió con anterioridad riadas de efectos demoledores: septiembre de 1879 (800 muertos en Murcia y pedanías), septiembre de 1906 (31 muertos en Santomera), septiembre de 1947 (11 muertos en Santomera). Como remedio a las avenidas se construyó el pantano, terminado en 1966 –que probablemente nos ha librado en la presente de mayores males-, y el encauzamiento de la rambla salada.
Para más detalles, es interesante la página del Ministerio de Transición Ecológica que recoge las sucesivas y numerosas riadas ocurridas en la región desde el año 1259:  https://www.chsegura.es/chs/informaciongeneral/elorganismo/unpocodehistoria/riadas.html
Gozamos en la actualidad de una gran ventaja: la predicción de los fenómenos atmosféricos, que ayuda a que la catástrofe pueda ser anticipada, y en la medida de lo posible conjurada. Como decían los antiguos, más cercanos a la realidad que nuestra actual visión miope de la naturaleza, “cuando el agua viene, trae las escrituras bajo el brazo”. Hemos edificado en ramblas, escorrentías y zonas bajas, construido autovías y carreteras en parajes inundables con absoluto desprecio del trazado de los cauces tradicionales, hemos obstruido torrenteras, ramblizos y desagües naturales. Los consistorios de uno y otro signo que hemos padecido han mirado para otro lado cuando los arribistas han construido en medio de la huerta naves industriales sin más autorización que “el hecho consumado”, ayudando a la degradación del medio.
Nos sorprendemos de que cuando al cielo se le antoja soltar lastre –quizá aburrido de nuestra insensata interacción con el medio ambiente-, lo haga siguiendo sus leyes y no las nuestras. Nos limitamos a hacer la gracieta de dar al desastre el nombre del santo o la virgen del día que, por cierto, poco interés suelen tomar en el asunto.
En Santomera, las autoridades y los grupos de acción implicados, corporación municipal, bomberos, policía, guardia civil, UME, etc., han tenido una actuación impecable, generosa y abnegada. Sin escatimar esfuerzos y olvidando horas de sueño. El comportamiento del vecindario  ha sido ejemplar. Los cuatro tontos autores de noticias falsas y alguna alcaldesa de la Vega Baja desinformada e inconsciente, son solamente actuaciones que confirman el viejo dicho bíblico “stultorum numerus infinitus est”.
La cuestión de fondo es si los responsables que hemos puesto al frente de la gestión de los recursos públicos tienen los conocimientos y altura de miras adecuados para ejercer una política eficaz al respeto. Si son conscientes de que nuestra supervivencia y la de nuestros herederos depende de la gestión medioambiental que hagamos y no del politiqueo partidario, trasnochado y pueblerino. Unas palabras del director de la Confederación Hidrográfica del Segura, vertidas en los primeros días del DANA, reconocían el mal estado de los cauces como consecuencia de las restricciones motivadas por la crisis. Las próximas elecciones nos brindan la ocasión de reflexionar detenidamente.
Algunos municipios costeros han sufrido especialmente los efectos destructores de la riada. Hasta los menos informados saben que el curso natural de las aguas es hacia el mar, y no al revés. Si edificamos en ramblas y torrenteras difícilmente podremos confiar en que las avenidas cambien su curso natural para respetar las viviendas. Y si llenamos las playas del Mar Menor de toneladas de arena traída de lugares remotos no debería sorprendernos que, en caso de avenida, el agua las arrastre hacia el maltrecho fondo y acabe colmatándolo. Podemos maldecir a la naturaleza inclemente, pero sorprendernos de sus exabruptos es de tontos. Máxime cuando el cambio climático amenaza, según dicen los que de esto saben, con hacer que semejantes fenómenos se conviertan en habituales.
Al menos, serán predecibles y evitables en gran medida, si colaboramos con la naturaleza y no pretendemos vencerla. Eso, como en tantas ocasiones viene demostrado, resulta grave estulticia.
“Yo he visto cosas que vosotros jamás creeríais” diría remedando al personaje de Blade Runner, y como colofón dejo, este enlace con un artículo de Ángel Montiel que conviene releer cada vez que caigan cuatro gotas.


martes, 3 de septiembre de 2019

AQUEL MAR MENOR… (y II)


Soy “cliente” del Mar Menor desde hace muchos años, desde que tenía seis o siete hasta ahora, muchos decenios después. Primero lo cruzaba en un bote de aparejo latino llamado “San José”, ocasionalmente en veleros de amigos, ahora en un cayac que junto a mi reducida tripulación impulsamos, palada a palada, desde estaciones diversas: La Ribera, Villananitos, Los Alcázares, Los Nietos, Punta Brava, La Manga, dependiendo de dónde sople el viento de nuestro caprichoso destino. Y he asistido, al principio con indiferencia, después con estupor, ahora  con pena, al desastroso “desarrollo” de nuestro pequeño mar.
La Manga, una ligera lengua de tierra que lo separaba del “mar mayor”, se colmató en pocos años de edificios monstruosos, de miles de personas que la llenaban en verano con ríos de coches amontonados en el cuello de botella en que se convertía la única vía de acceso. Los pequeños barcos de pescadores se vieron desplazados por enormes navíos, seguramente diseñados para espacios de mayor envergadura, y de motos de agua –el artilugio más hortera y menos marinero del mundo- que aparecían inopinadamente a velocidades de vértigo, causando natural pavor a los descuidados bañistas.
Simultáneamente “el progreso” hizo que se desarrollara una agricultura intensiva en el campo de Cartagena, cuyos desechos y los de las desaladoras –en buena parte ilegales- vertían el subproducto salino a unas aguas que parecían digerirlo todo. Y no era así. Un espacio semi-cerrado como ese, tiene un límite. Quisimos hacer playas artificiales con arenas de procedencia ignota que pervirtieron el ecosistema, mientras los bañistas disfrutábamos creyendo que habíamos alterado la naturaleza en nuestro beneficio. Y tampoco era así. Llegó un momento en que el mar dijo “no puedo más”. Y se colapsó. Las aguas se volvieron pútridas, incapaces de digerir tanto vertido residual de los cultivos, tantos residuos mineros cargados de metales pesados, tantos emisarios que lo llenaban de nuestros detritus, tantos restos de combustible vertidos por los potentes motores que las surcan… mientras nuestras ineficaces administraciones miraban embobadas al feroz pelotazo urbanístico, a los rendimientos de una agricultura esquilmante, a la edificación sin tasa, a los beneficios inmediatos de tanto barco atracado por doquier sin orden ni concierto.
¿Catastrofismo? No, realidad. El daño ya está hecho. Los remedios, hasta ahora, han consistido en poner redes para que las invasoras medusas no se adhieran a las espaldas de los bañistas, o a propiciar autovías bancaleras para mayor afluencia del personal, que se hunden a los pocos años de su construcción convirtiéndose en peligrosa montaña rusa. La solución, otra chapuza, discos provisionales de limitación a 80 Km/h. que nadie respeta.
Hace poco, me comentaba un amigo viajero que en un lago alemán, de dimensiones parecidas a nuestra mal llamada “laguna salada”, solo estaba permitida la navegación a vela, a remo, o con motores eléctricos. Y uno se pregunta ¿no será posible –nunca es tarde- un plan integral y coherente capaz de revertir esta situación de la que todos somos responsables por inacción?
¿Cómo es posible que nuestros administradores –de cualquier signo que nos toque padecer- no escuchen de una vez por todas a los que de verdad saben del tema –que los hay, aunque no en abundancia- y se apresuren con la valentía necesaria a poner coto a este desafuero?
¿O será que estamos condenados para siempre a clamar en un desierto, esta vez marino?


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