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martes, 27 de agosto de 2019

AQUEL MAR MENOR…


Hace ya tanto tiempo que si creyera en la reencarnación, me parecería que fue en una vida anterior. El Mar Menor era entonces refugio estival de menos categoría que las elegantes playas de Torrevieja. Algo más asequible para una población murciana de posguerra que descubría tímidamente “el veraneo”. La gente más selecta se agrupaba en La Ribera (aún no se había descubierto La Manga), y los menos pudientes se desparramaban, hacia un lado por Los Alcázares, Los Narejos, Los Urrutias y Los Nietos. La Puntica y Villananitos hacia el otro. A mí me tocó esta última opción, entonces con escasos habitantes incluso en verano: el Castillo de Trucharte, hoy desaparecido; la taberna de Cruz “La Negrilla”, maestra velera y cabeza de una larga saga de pescadores; la casa señorial de los Sanz Quesada (¡el inolvidable “Pocholo”!), rodeada por un jardín abandonado donde resistían heroicamente unos escuálidos cerezos; los Yáñez constructores un poco más abajo, junto a la casa de la tía “Pereta”; algo más lejos los Clavel Escribano…Una suerte de desierto plácido donde los muchachos asilvestrados pasábamos el día de correrías infantiles a imagen de los piratas de la Malasia, cuyas fantasías devorábamos en las interminables siestas de silencio y sol implacable.
Los chiquillos nos dedicábamos a la captura tempranera de cangrejos para la sopa, a coger sin esfuerzo algún perezoso caballito de mar, entonces tan abundantes, o a surcar las aguas de aquel mar que nos parecía inmenso y limpio en un botecillo de remos. En el Mar Menor jamás hubo playas de arena. Los barcos de pescadores salían de madrugada, con frecuencia bogando a falta de viento, hacia La Manga desierta donde habían calado redes la tarde anterior. Acabada la pesquera, con la morralla invendible, un puñado de arroz, unos ajos y dos ñoras fritas, componían un exquisito caldero que reparaba de forma adecuada el esfuerzo del madrugón.
Con la mejora de nuestra autárquica economía a partir de los años sesenta, “el progreso” comenzó a extenderse y los avispados descubrieron el incipiente pelotazo urbanístico. La pinada lindera al Castillo de Trucharte y cuanto la rodeaba cayó bajo la piqueta que no se detuvo, casi por milagro, sino en el Molino de Quintín, donde comenzaban las primeras balsas de las salinas.
Cierto que el progreso es bueno (si supiéramos donde conduce), pero no es menos cierto que sus efectos secundarios (lo que los americanos llaman “fuego amigo”) pueden ser demoledores.
Lo que entonces eran unos miles de personas que ocupaban modestas casitas veraniegas, a veces sin agua corriente y con una electricidad precaria, se multiplicó de forma exponencial. Fueron centenares de miles los que acudieron a las riberas de nuestro mar doméstico. El progreso nos ha traído necesidades que multiplican varias veces las de entonces, y no hablemos de la agricultura extensiva en la zona cartagenera, los vertidos mineros, las motos y barcos que parecen trasatlánticos regando las aguas de petróleo, los emisarios que más o menos depurados tiran nuestros desechos al mar… El sistema, sencillamente, no da más de sí. Y se ha rendido. El agua se ha contaminado, la luz solar no llega hasta el fondo y las algas no prosperan, las medusas y los cangrejos invasores han descubierto un paraíso en decadencia, las arenas traídas de no se sabe dónde conteniendo no se sabe qué han alterado el ecosistema…
Podemos echarle la culpa a los políticos (que seguro tienen su parte) o a quien queramos, pero la responsabilidad es de todos. Somos hijos de la naturaleza y, en vez de adaptarnos a ella, hemos querido dominarla y ponerla a nuestro servicio. Ese error lo pagaremos caro. Si no nosotros (la vida del hombre es efímera), nuestros hijos o nuestros nietos. Este soporte, que con un orgullo ciego hemos creído dominar, un día, cada vez más cercano, acabará con nosotros.
¿Quiere eso decir que debemos desesperar? ¡No y mil veces no! Debemos luchar con todas nuestras fuerzas para revertir esta situación. Primero concienciándonos cada uno de nosotros, luego concienciando a los que nos rodean, después eligiendo cuidadosamente a quienes deben representarnos y cuidar eficazmente del patrimonio común. Y condenando al ostracismo sine die a los malos políticos que han permitido el deterioro de nuestro entorno y las construcciones megalómanas que solo han servido para que se enriquezcan ellos y sus amiguetes.
Los franceses tuvieron su revolución. Es hora de que hagamos la nuestra, pacífica y serena, pero tan contundente como aquella. Así empezó Gandhi y echó a los ingleses invasores de su país.

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