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miércoles, 26 de junio de 2019

TRATOS Y PACTOS


Maurice Druon en la recomendable serie “Los reyes malditos”, hace referencia, entre otros muchos acontecimientos históricos, al acaecido en tiempos de Felipe V de Francia durante sus complejas relaciones con el papado.
A la muerte del pontífice Clemente V (1264-1314), resultaba procedente el nombramiento de otro papa. Dado el carácter de autoridad que la Iglesia detentaba en aquella época (y en las posteriores), la elección del jefe de la Iglesia Católica tenía importantes connotaciones políticas, de ahí que los príncipes cristianos procuraran arrimar el ascua a su sardina influyendo en el conclave para que la elección recayera en persona afín a sus deseos y objetivos.
Los cardenales de todo el mundo cristiano se reunieron en  el conclave de Lyon (1314-1316), pero las muchas presiones a que se veían sometidos hicieron que el conclave resultara fallido una y otra vez.
Felipe V, conocido familiarmente como El largo, que pretendía un papa de su país y a ser posible en territorio galo, incomodado por las disputas sin resultado de los cardenales, decidió prepararles una emboscada encerrándolos en la iglesia del convento de los dominicos de Lyon a la que había hecho retirar el techo para mejorar en lo posible la influencia del Espíritu Santo, actor imprescindible en ese tipo de negociaciones. A los cardenales encerrados solo se les permitió un sirviente por venerable cabeza, y escasas raciones de pan y agua por toda comida, lo que al parecer del monarca había de redundar favorablemente en la salud física y claridad mental de los ponentes.
La medida resultó altamente eficaz, hasta el punto de que surtió el efecto apetecido en breve espacio de tiempo, resultando elegido Jacques Duèze, a partir de cuyo momento sería conocido en toda la cristiandad con el nombre de Juan XXII, que fijó a renglón seguido su residencia en Aviñón, Francia.
Y hasta aquí el hecho-anécdota que nos proporciona motivo para reflexionar sobre las circunstancias políticas por las que atravesamos, en las que las sentadas, reuniones y pactos, se han convertido en el azote informativo de nuestros días. Imaginemos que, a modo del Largo, encerráramos a los políticos “pactables” en lugar inhóspito y sin techo, sin más alimento ni cuidado que el proporcionado a los cardenales de nuestra historia. Estoy seguro de que la medida podría alcanzar resultados tan halagüeños como los que obtuvo el conclave de Lyon de 1316.
Es idea que brindo desinteresadamente a cuantos tengan interés en poner a trabajar a los políticos en la difícil tarea de propiciar el bien común, por encima de los objetivos partidarios y al margen de las consignas de los “aparatos” de los partidos que, con frecuencia, confunden el bien común con el propio.




martes, 4 de junio de 2019


FELINOS MONTARACES
Para Juan Serrano

Dice mi amigo Juan Serrano que le gustan los gatos. A mí también. Tengo pactado con el artífice del futuro -de forma unilateral-, reencarnarme en gato llegado el momento, ser uno más de los que pasean por los alrededores de mi casa, que es territorio conocido y amable. Son gatos -los de casa-, grandes, rústicos, campesinos, habituados a buscarse la vida cazando roedores, ranas, pájaros, cuanto se pone a su alcance. Paren junto a brazales escondidos, de los que salen al cabo de un par de meses encabezando una recua de variopintos pequeñuelos. A juzgar por lo diverso de la capa, se diría que son hijos de padres diferentes; otro prodigio de la variabilidad genética, que diría el inglés de luengas barbas. No son gatos domésticos ni sobones, sería violentar su intimidad acercárseles demasiado, y menos acariciarlos. Buscan su espacio bajo la gran morera que da sombra al porche y se levantan despaciosos para alejarse unos metros, con lentitud estudiada, si me acerco demasiado. Me miran con displicencia, como diciendo: “cada uno en su sitio ¡eh!, vamos a respetarnos”. Y nos respetamos.
En un rincón habilitado al efecto, dejamos a veces sustanciosas sobras de pescado. Me miran desde lejos, sin inmutarse mientras sestean al sol, sin perder detalle. Ponen ojos de indiferencia, como si nada de cuanto les rodea tuviera la menor importancia, como si dejarse calentar por el sol fuera el único esfuerzo que vale la pena en este mundo de aceleración creciente. A veces me parece que su modorra fingida oculta cierta preocupación por las noticias que la radio, siempre activa, esparce por la placeta: el último feminicidio, la patera recién llegada, las elecciones de mi pueblo, los posibles pactos de unos y otros…
Y cuando la distancia de seguridad ha vuelto a establecerse, se aproximan al rincón de la pitanza, lentamente, aceptando el óbolo con dignidad un poco desdeñosa, “no creas que me mantienes porque me regalas unas migajas”, les adivino pensar. Don Rodrigo, en sus últimos momentos, debía tener pensamientos de gato.
Me han contado que los gatos de ciudad son sometidos a aberraciones quirúrgicas, que les quitan las uñas, los castran, los someten a “terapia” para que puedan convivir con los humanos. Puede que sean inevitable daños colaterales de nuestra amistad con ellos, pero sospecho que el de esos dueños y el mío no es exactamente el mismo tipo de cariño por los mininos.

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