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martes, 14 de diciembre de 2021

¿FE O RAZÓN?


—Maestro ¿son compatibles creencia y pensamiento racional?

—Si por creencia te refieres al pensamiento dogmático que tiene como sustento la fe, yo diría que no son compatibles. El pensamiento racional, que podríamos asimilar al de los gnósticos, buscadores del conocimiento, pretende —desde Descartes y más atrás—, llegar a conclusiones validas partiendo de los elementos de la razón con los que la naturaleza nos ha surtido. La creencia es otra forma de entender el universo en el que nos movemos. Es un pensamiento fácilmente asequible y mucho más agradable porque huye del desasosiego y evita el esfuerzo de la investigación al pensamiento reflexivo. No hace falta buscar respuestas porque estas se contienen en los elaborados manuales surgidos de las diversas creencias. No es preciso leer ni instruirse: las respuestas a todos los problemas existenciales están contenidas en los libros sapienciales de cada una de las religiones. Basta adoptar cualquiera de ellas. Solo es cuestión de “adquirir la fe” necesaria para sumergirse en su práctica. Y si la fe viene dada por voluntad divina, mejor que mejor. La responsabilidad es del ente superior al que se debe rogar lo suficiente para que la otorgue.

—¿Y esa posición es suficiente para toda la vida?

—Una pequeña dificultad de mantener la fe es que tiene unos cimientos frágiles, ya que la persona tiende, aún a su pesar, a ser ganada por el pensamiento racional que podríamos llamar lógico, a poco que reflexione. Entonces surge el problema y no menor de la creencia o la fe, y es que hay que reforzarla continuamente —rezos periódicos, jaculatorias, actos purificadores, grupos de apoyo, mortificaciones, etc. — eliminando cualquier rastro de reflexión racional, para que el edificio de la creencia no se desmorone.

—Entonces, ¿por qué la humanidad desde los primeros albores ha optado por el camino de la creencia manifestada en las múltiples religiones que han aparecido y siguen apareciendo?

—Ahí reside uno de los busilis del asunto para el que cada uno debe buscar la explicación que más le satisfaga. Creo que volvemos al principio de la cuestión: el Hombre, desde que adquiere el conocimiento de que está sujeto a la enfermedad y la muerte y aterrado ante los fenómenos naturales capaces de destruirlo junto con sus obras, imagina que esos son factores que dependen de una supra voluntad que está muy por encima de él. A eso le llamará dios y dedicará toda su existencia a ofrecerle sacrificios y ruegos a fin de ganarse su benevolencia. De la misma forma, el Hombre imagina un mundo futuro —es incapaz de aceptar que después de la muerte inevitable su destino haya de ser el mismo que el de los demás animales que lo han acompañado en su periplo— a imagen y semejanza de éste, donde, por mal que le haya ido, tiene mucho interés en permanecer. Basta echar un vistazo rápido a la miríada de religiones surgidas desde nuestros antepasados mesopotámicos o egipcios hasta los tiempos más modernos de las muchas variaciones de la católica, musulmana o judía —por ser las más cercanas— para encontrar en ellas parámetros que las homogeneizan y separan al mismo tiempo —si el oxímoron es aceptable—: todas se proclaman únicas verdaderas y todas tienen como objetivo, más o menos encubierto, desenmascarar a las demás y en último término, destruirlas. Todas predican la paz, pero inducen a la guerra en nombre de su divinidad para exterminio de los postulantes de una divinidad distinta. Muy interesante sería que los dioses lucharan entre sí por la hegemonía celestial, librándonos así a los hombres de tan oneroso trabajo y proporcionándonos, al final de la reyerta, la satisfacción de apuntarnos al bando del vencedor que sin duda sería el auténtico, único y poderoso.


 

 

 

martes, 9 de noviembre de 2021

ONTOGÉNESIS Y FILOGÉNESIS

Darwin nos iluminó con su concepto de evolución y acabó con las teorías creacionistas imperantes hasta el momento como las del reverendo Usher, arzobispo de Armagh, Irlanda del norte, que tras sesudos estudios había encontrado las fechas que la Biblia da para los primeros acontecimientos relacionados con la aparición del Hombre, a saber:

·       Creación de la Tierra: “el anochecer previo al domingo 23 de octubre” (o sea, el sábado 22 de octubre a las 18:00) del año 4.004 a.C.

·       Expulsión de Adán y Eva del Paraíso: el lunes 10 de noviembre de 4004 a. C.

·       Final del Diluvio Universal (el arca de Noé se posa sobre el monte Ararat): el miércoles 5 de mayo del 2348 a. C.

 Aún sin entrar en el detalle de si el reverendo se refería al calendario juliano o al gregoriano, puede apreciarse en el minucioso estudio que la dicha de nuestros primeros padres no llegó ni siquiera al mes.

Es de imaginar la conmoción que supuso la aparición de la teoría de Darwin que no solo daban al traste con la cronología del reverendo, sino que eliminaba por completo el papel creacionista atribuido a la divinidad hasta el momento. El descanso divino podía prolongarse sine die.

A partir de ese momento, tuvimos que asimilar conceptos novedosos como el de filogénesis (del griego philo, raza o especie y génesis, origen, generación), aceptando la teoría —expuesta con toda rotundidad y solo rebatida por mentes abstrusas empeñadas en negar una realidad incontrovertible—, contenidas en la genial teoría de la evolución de las especies: “El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida,  se llamaba el libro publicado el 24 de noviembre de 1859 y todavía vigente con los añadidos que los avances de los métodos modernos han aportado.

De la filogénesis de Darwin se puede establecer cierto paralelismo con la de ontogénesis (también del griego onto, ente, ser y génesis, con el mismo significado de la anterior) que se refiere al desarrollo de un nuevo ser en el útero humano a partir de una única célula.

Se podría inferir que, de la misma forma que el ser humano experimenta su proceso a partir de una célula primigenia y su devenir supone nacimiento, desarrollo, madurez, decadencia y extinción, así las especies tendrían una evolución parecida, lo que parece estar corroborado con el desarrollo de las muchas que en el mundo han sido hasta el momento presente. Recordemos a los dinosaurios, aparecidos hace unos 240 millones de años, que después de dominar la tierra, los espacios marinos y terrestres se extinguieron por un accidente fortuito, la caída de un enorme meteorito en el golfo del Yucatán —hace 65 millones de años—, que dio al traste con su exitoso recorrido como especie dejando espacio para la aparición de los mamíferos de los que descendemos las especies que compartimos en la actualidad nuestro planeta. Conviene tener presente que aquellos seres evolucionaron hasta ser ovíparos, vivíparos, de sangre caliente, de sangre fría, terrestres, marinos y voladores. Y eso sin apoyarse en ningún tipo de tecnología. En eso se diferencia de ellos la especie humana a la que pertenecemos. Nos ha costado “solamente” unos seis millones de años emular a aquellos exitosos animales, llegar hasta donde ellos llegaron. Con una diferencia fundamental: la humanidad ha desarrollado una facultad nunca antes vista en este planeta que llamamos Tierra: la cerebración creciente. Nos hemos dotado de un celebro capaz de pensar y unas extremidades capaces de desarrollar artefactos —la tecnología— que se ha ido refinando desde los instrumentos líticos del Paleolítico hasta las sofisticadas herramientas informáticas que gobiernan nuestra vida en la actualidad. La tecnología nos ha permitido, a diferencia de los grandes saurios que lo hicieron “a pelo”, dominar los espacios terrestres, marinos y celestes, llegando incluso hasta otros planetas, cosa que al parecer no se les ocurrió nunca a los dinosaurios.

Si el paralelismo entre filogénesis y ontogénesis fuera plausible, resultaría que las especies —y la nuestra no es una excepción— se verían sujetas a esa misma ley: aparición, crecimiento, desarrollo y extinción, con todas las fases intermedias que queramos atribuirles.

Parece, si nos detenemos en el estudio de las muchas especies que en el mundo han sido, que todas han seguido un patrón parecido. Miles o millones de estas han aparecido y miles o millones de ellas se han extinguido, como los estudios de los zoólogos acreditan.

Nos diferencia de todas las demás especies animales con las que compartimos territorio una cuestión fundamental: no hay ninguna otra que “nos controle por arriba”, circunstancia que es común en la naturaleza. Todas las demás especies depredan a las que tienen “por abajo” y son depredadas por las que tienen “por arriba”, de modo que sus poblaciones permanezcan estables y el equilibrio biológico se mantenga en el nicho ecológico que cada una ocupa. Todas son depredadoras y depredadas al mismo tiempo. No es el caso de la especie humana, única perteneciente a ese género que en estos momentos habita el planeta, una vez desaparecidos los Neandertales con los que mantuvimos cierta camaradería en sus últimos tiempos y de los que ha quedado un pequeño rastro en nuestro ADN, salvo en algunas poblaciones africanas que nunca tuvieron contacto con ellos.

Pero no es solamente el equilibrio con las otras lo que hará que una especie resulte exitosa. Es imprescindible que también se mantenga en equilibrio con el medio ambiente que la sustenta. De manera que si un rebaño de Ñus, pongamos por caso, crece desmesuradamente acaba agotando los pastos de la zona en que se nutre y tiene que emigrar forzosamente a otro lugar para poder sobrevivir.

Cuando la especie humana (decantadas ya las diversas formaciones de homínidos que no resultaron exitosas) se instaló definitivamente en el planeta constituyendo lo que hasta hoy llamamos homo sapiens, probablemente estaba constituida por una serie de clanes o bandas de pocos individuos que sumarian pocos millares. El planeta resultaba infinito y para llegar de un extremo al otro en su afán exploratorio, necesitaron muchos miles de años.

Pasó el tiempo, se desarrolló la tecnología y el conocimiento, se inventaron las guerras que han sido una constante en el desarrollo de la humanidad y que tanto han contribuido al desarrollo de la misma tecnología que, bien aplicada, podía haber resuelto los males que nos aquejan; crecieron de forma desmesurada las poblaciones…y el planeta se nos quedó pequeño y agostado.

Hasta no hace mucho eran precisos ochenta días para dar la vuelta al mundo. Ahora bastan unas pocas horas. La globalización ha acabado con las distancias y el transporte se ha hecho universal. Una cabra murciana se alimenta con los cereales cultivados en China, pero esa globalización llevaba un caballo de Troya: un posible atasco del comercio o la escasez de combustibles fósiles, cada vez más próxima, llevaría a la paralización del comercio y la cabra no podría subsistir. En su entorno próximo hace tiempo que se abandonó el cultivo de los recursos necesarios para su subsistencia. ¿Habrá que volver a los sistemas cercanos a la autarquía y a consumir de nuevo productos locales sin envases de plástico de los que no sabemos cómo deshacernos?

Y en esas andamos. A la espera de que el día menos pensado nos caiga un pedrusco como el del Golfo de Yucatán, alguno de los muchos volcanes durmientes despierte súbitamente como lo hicieron antes del de La Palma otros muchos sepultando ciudades como Pompeya y Herculano, o un tsunami arrase las costas de cualquiera de “los países civilizados”. Mientras tanto, la acción depredadora del Hombre ha agotado los combustibles fósiles, arrasado los bosques que permitían mantener un saludable equilibrio con el CO2, logrado que proliferen las macro granjas productoras de metano y epidemias, y conseguido aumentar la temperatura del planeta hasta que los polos se deshielen y nos manden a todos al carajo. Ha esquilmado el territorio como la manada de Ñus su pradera. La diferencia es que la humanidad no tiene alternativa y le es imposible emigrar a ningún planeta cercano para poder agotarlo a su vez.

Los líderes mundiales se reunen de vez en cuando para tratar el asunto. Y contribuyen al desastre manifestando su preocupación por el medio ambiente en sus numerosos jets y automóviles que aumentan el mal estado del aire allá donde se reúnan, dando con ello un pésimo ejemplo a las mismas poblaciones que recomiendan limitar el uso del vehículo propio. Por si fuera poco, los acuerdos a que logren llegar tras farragosas discusiones a las que no suelen acudir representantes de los que más contaminan, no son vinculantes. Y prometen soluciones para dentro de treinta o cuarenta años. ¡Átame esa mosca por el rabo!

Quizás esté a punto de cumplirse la inexorable ley de la naturaleza que hace que todas las especies, incluida la nuestra, se vean sujetas al imperativo de nacer, crecer, desarrollarse y llegar a la extinción, como probablemente les pasó a nuestros primos Neandertales hace unos cuarenta mil años. Si seguimos por ese camino, la humanidad morirá víctima de su propio éxito. Y el mundo seguirá como si tal cosa.



 

 

martes, 17 de agosto de 2021

¿SOMOS RACISTAS?

 

Estoy muy satisfecho de vivir en un país donde muy pocos se confiesan racistas. Sin embargo, “tú eres racista”, se proclama a la menor ocasión de controversia con alguien que no pertenece a nuestra etnia o cultura. Aparece el epíteto con mayor frecuencia en los ciudadanos/as que pertenecen al grupo de los magrebíes. Pocas veces lo he oído emplear a ciudadanos de Suramérica, Centroeuropa o China. Y es que, a mi parecer, las diferencias que nos separan de los habitantes del norte de África merecen una reflexión pormenorizada, no en vano nuestros encuentros-desencuentros se remontan al año 711 cuando el señor Tarik decidió que esta parte de la geografía occidental era la adecuada para los deseos expansionistas del Islam, deseo que hubiera cumplido de no ser porque más allá de la frontera con Francia, Carlos Martel les comunicó de forma contundente que su aventura acababa en los Pirineos. Transcurrieron muchos años más hasta que fueron expulsados de tierras hispanas[1] y desde entonces (pasando por los tiempos del Protectorado Marroquí de desdichada memoria, con nombres afrentosos como Barranco del Lobo, Anual, etc.) la convivencia ha sido fluctuante. Baste recordar el espinoso tema del Sahara y la hermanada relación de nuestro anterior monarca con el suyo.

Han pasado los tiempos y la Historia continua su marcha inflexible. Aquel país es como es y muchos de sus ciudadanos no deben estar muy a gusto en él cuando intentan abandonarlo arrostrando toda clase de peligros, con frecuencia mortales. Y se encuentran con el nuestro, tradicionalmente acogedor pero que ostenta la responsabilidad de ser frontera europea y guardian de las normas de recepción que esta dicta.

Nos enfrentamos a la paradoja de que somos acogedores y humanitarios, sí, pero colocamos vallas y concertinas para que no puedan penetrar en nuestro territorio quienes no cumplan con los requisitos exigidos. ¿Qué solución les queda a los que, de forma desesperada deciden abandonar su país? Cualquier medio, por peligroso que sea, para cruzar el mar que nos separa, siendo con frecuencia víctimas de las mafias que se dedican al tráfico de seres humanos.

Llegados a la península, reciben un trato humanitario que por deficiente que sea, es mejor que el que podían esperar en su tierra, de forma que objetivo cumplido. Fin de la primera parte. El paso siguiente es encontrar acomodo legal entre nosotros, lo que se acaba logrando a base de paciencia, trabajos clandestinos mal pagados y sacrificio. Es difícil aprender una lengua nueva y encontrar un trabajo bien remunerado si se carece —como sucede en la mayoría de los casos— de la más elemental preparación, pero al cabo del tiempo, mediante reagrupaciones familiares y ayudas de todo tipo que nuestra sociedad ofrece, se logra cierta estabilidad y los hijos nacidos aquí ya dispondrán de la nacionalidad española.

Como todos los grupos de emigrantes que en el mundo han sido (y en eso los españoles somos un conjunto experimentado), se agrupan en vecindarios próximos y procuran conservar sus costumbres, que en muchos casos son parecidas a las del nuevo país, pero que en algunos puntos difieren notablemente, y ahí radica el nudo de la cuestión. El comportamiento en sociedad es una cosa y en el ámbito doméstico otra. En lo social y público todos los residentes en este país deben obediencia a unas leyes que no emanan de código religioso alguno (por más que la iglesia católica desde tiempo inmemorial haya pretendido colocar su ávida mano en ellos), a diferencia de lo que sucede en sus países, regidos en gran parte por las enseñanzas emanadas del Corán y la Sharia. Para nosotros, la religión es una cosa y las leyes civiles otra. Para ellos no. Para nosotros, la igualdad entre hombres y mujeres es cosa que consideramos evidente —y luchamos cada día para que ese objetivo esté cada vez más cerca—. Para ellos no, pues el Profeta así lo dejó escrito en su momento y eso constituye materia de fe inamovible.

Así que se plantea una problemática que tendremos que resolver, aunque en mi opinión, han de hacer un mayor esfuerzo los que acuden a nuestra tierra —y recibimos con los brazos abiertos—, que nosotros, que generosamente les brindamos acogida, ayudas de todo tipo, y compartimos con ellos nuestro sistema de educación gratuita para sus hijos, sanidad universal, etc., ventajas que jamás hubieran podido soñar en sus países.

¿Podremos llegar a la integración real en un futuro más o menos cercano? Creo que el esfuerzo debe ser de los visitantes para adoptar los comportamientos del país de acogida antes que pretender que los habitantes de este adopten las suyas. Y si ello no es posible, siempre existe la posibilidad de volver al punto de partida.


 



[1] La expulsión de los moriscos de la Monarquía Hispánica fue ordenada por el rey Felipe III y llevada a cabo de forma escalonada entre 1609 y 1613.

martes, 8 de junio de 2021

LA ESPECIE PRIVILEGIADA

(Leyendo “Sapiens”)

Nos consideramos la especie privilegiada para dominar nuestro entorno, el mundo. Nuestros abuelos salieron de la falla del Rif apenas hace unos miles de años. La oscilante evolución los había dotado con un elemento hasta ese momento desconocido: la cerebración creciente, la capacidad de pensar, hablar y valerse de sus manos para elaborar utensilios. La no especialización, que los haría diferentes de todos los animales existentes hasta el momento, fue uno de sus logros más espectaculares.

La naturaleza está en armonía porque se mantiene sujeta a una ley inexorable: toda especie depreda a otras y a su vez es depredada, de forma que se mantenga el equilibrio poblacional. En la naturaleza no existen (o existen por poco tiempo) animales viejos o enfermos. Solo el hombre, cargado con su nuevo bagaje ético, era capaz de vulnerar esa regla, cuidar de los ancianos o débiles y enterrar a sus muertos, previendo —ansiando— un más allá que lo hiciera eterno.

El problema que subyacía en su expansión y en su dominio del mundo, que pronto se demostró limitado, es que competiría con otras especies animales, bien por el territorio, bien porque las considerara presas susceptibles de alimentarlo, iniciando una cadena de depredaciones que no tendrá fin.

 

La primera oleada de colonización de los sapiens fue uno de los desastres ecológicos mayores y más celebres que acaeció en el reino animal. Homo sapiens llevó a la extinción a cerca de de la mitad de las grandes bestias del planeta mucho antes de que los humanos inventaran la rueda, la escritura o las herramientas de hierro.  (Sapiens, 90)

 Nuestro planeta es limitado, como el del Principito. Algo más grande, pero limitado. Cuando éramos unas hordas en busca de carroña, el mundo era infinito. Pasados unos pocos años nos convertimos en millones de personas aisladas tras las fronteras que establecimos. Defendíamos tras ellas,  con uñas y dientes, nuestras costumbres y nuestros dioses, diferentes y superiores a los demás.

Hoy, las azagayas, arcos y mazas han sido sustituidos por tanques y misiles. La eficacia destructora se ha multiplicado hasta el infinito. Hay muchos países con la capacidad suficiente para hacernos desaparecer a todos (hombres y animales) de un plumazo. Somos el paradigma de la evolución sin objetivo.

Puede que ese sea nuestro destino inexorable, y sin embargo, cuanta capacidad de abnegación, de empatía específica, de empatía alberga el ser humano. ¿Cómo no hemos explotado, desarrollado, practicado, las grandes virtudes que se esconden en el corazón de toda persona? Las religiones se han alzado con el patrimonio de las conductas generosas. Nunca hemos ahondado en nuestra real naturaleza, reconociendo humildemente que tenemos mucho de las bestias que fuimos hace poco tiempo, pero que podemos torcer esa naturaleza irrenunciable para hacernos la vida confortable unos a otros, sin distinción de razas, géneros ni países.

*

 

 

martes, 20 de abril de 2021

CIENCIA Y RELIGIÓN

Se dice en el Génesis “Al principio, creó Dios los cielos y la tierra” y la nota del exegeta apostilla:”Es el dogma fundamental de la religión, opuesto a todos los falsos sistemas filosóficos y a todas las falsas religiones” (Nacar Colunga ed.1963). Más adelante, en 2.27 del libro sagrado, se describe como, una vez completada por Dios la creación de la tierra, crea también al hombre a imagen suya.

Aún se discute, en las diversas escuelas, religiones y ramas de religiones, en que época y por quien se redactaron estas palabras, recogidas en el libro del Génesis y atribuidas tradicionalmente a Moisés. Parece que si no fue él (entre otras cosas por la dificultad inherente a relatar su propia muerte) sería alguno de sus sucesores, probablemente Josué. El autor es lo de menos; es la obra la que ha perdurado y la que tanta influencia ha tenido sobre buena parte de la humanidad.

Otra visión del principio de los tiempos es la que tenemos en el Evangelio de Juan, (hacia el 300 d.C.) que dice: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”.

Si decidimos seguir las directrices de la religión (en este caso de la religión católica) tenemos resueltos en estas breves líneas todo el cumulo de preguntas posibles acerca de la creación del mundo, así como el origen del hombre que tanto preocupa a antropólogos e investigadores.

Hay una fuerza sobrenatural y omnipotente que decide un buen día, ya aparecida la tierra y cuanto en ella se contiene, crear al hombre (varón y mujer). Lo dota de raciocinio para que, a diferencia de los animales que previamente les ha proporcionado para sustento y compañía, sea responsable de sus propias obras y, como diría Don Miguel mucho después, “artífice de su ventura” (Quijote II,66).

Esto, que soluciona de un plumazo las miles de preguntas que el hombre viene haciéndose desde que, a diferencia de los animales, toma conciencia de sí mismo, puede ser verdad. Es solo cuestión de creérselo. A partir de ese momento habrán desaparecido las dudas. La ciencia podrá reducirse a lo que siempre debió ser: un conjunto de reglas capaces de explicar los fenómenos naturales y de descubrir sus leyes más o menos complejas para que los hombres no tengamos necesidad de estar al albur de la magia y desterremos de nuestras vidas el temor a lo desconocido. Una explicación tan simplista como en el primer caso, necesitará de apoyos permanentes, ya que la fe que se nos pide requiere grandes dosis de esfuerzo y el concurso de muchas personas que participen de la misma postura. Es notorio el refuerzo que las ideas sufren en función del número de personas que creen en ellas. Una verdad expresada por una sola persona tiene un valor determinado, generalmente escaso, pero si esa misma verdad (o su contraria) es expresada por unos cientos de miles de personas, la cosa cambia.

Se abre una primera perspectiva de análisis: una verdad (ponga en su lugar teoría, hipótesis, tesis, idea o lo que guste el lector sagaz) es más o menos potente según el número de personas que la suscriban. Imaginemos una teoría falsa o equivocada (falsable) pero cuya condición depende, no de su propia idiosincrasia, sino del número de personas que la apoyan. Habremos introducido el componente subjetivo. Decían los monos de Kipling en la canción que desgranaban estridentes mientras recorrían las copas de los arboles “Somos muchos, todos decimos lo mismo, luego esa es la verdad”.

 

 

 

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