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martes, 24 de abril de 2018

COLECCIONISTAS Y COLECCIONES


Decía mi profesor de Antropología en un libro titulado “El animal paradójico” (algunos traviesos alumnos lo remedaban de forma burlesca como “El animal parapléjico”)[1], que el afán de coleccionismo es lo que sitúa al hombre, desde tiempos prehistóricos, en su auténtica dimensión humana.
El utensilio no existe sino en un ciclo operatorio y la colección de utensilios del Australopitécido nos habla de un lenguaje de posibles, una visión de del futuro, de lo por-venir que descarta selectivamente (en el hecho mismo de hacer tal selección) una serie de imposibilidades funcionales, de actos. Lo posible prevalece siempre sobre lo real y lo real no es más que el residuo de lo posible.
En lenguaje más pedestre, el afán de coleccionar parece estar estrechamente ligado con el de poseer el utensilio o el bien para siempre, con el afán por trascender uno mismo a través de los objetos; en definitiva, con la conquista de un futuro eterno ante el miedo de la extinción que nos amenaza desde la cuna, en una cabriola que pretende diferirla por todos los medios.
En muchas ocasiones, la colección se convierte en el trasunto de nuestra vida y acumulamos objetos como si con ellos pudiéramos construir nuestra propia inmortalidad. En otros casos el coleccionista lo es de objetos raros o difíciles con los que pretende la conquista de una individualidad que lo distinga del resto de los mortales. Con frecuencia, en la colección se pretenden dos objetivos, el numero o la cantidad per se, y la dificultad o la rareza como elemento añadido.
Lo más decepcionante de la colección es que, por extensa o variada que se logre, nunca tiene final y lo que pretendía ser una acción de conquista de la temporalidad puede acabar convirtiéndose en un mensajero del desasosiego y en una muestra evidente de la caducidad inevitable de las empresas humanas. Consumar o dar por terminada una colección es tarea utópica, a menos que, como Pepe Carvalho, nos decidamos un día a encender la lumbre despellejando los libros acumulados durante toda nuestra vida.
Sabios y ascetas han postulado a lo largo de la historia, el desprendimiento/desamor por los objetos y bienes terrenales, pero también ese vacío de utensilios resulta con frecuencia aterrador, si no es sublimándolo en un ejercicio de entrega a la divinidad. Ya los antiguos griegos optaron por la inmortalidad pergeñando elementos que los hicieran permanecer para siempre en la memoria de los hombres:

Es de ver como inculpan los hombres sin tregua a los dioses
Achacándoles todos sus males. Y son ellos mismos
Los que traen por sus propias locuras su exceso de pena

Canto I. Odisea

Ya te digo.




[1] El catedrático de Filosofía de la universidad de Murcia, D. José Lorite Mena

martes, 10 de abril de 2018

JULIO Y SU SEÑORA, CON CIFUENTES AL FONDO

Cayo Suetonio Tranquilo (70-126) fue un gran escritor romano al que pirraban las noticias de alcoba. Se tomó la molestia de investigar la vida y milagros de ‘Los doce césares’ (desde Julio a Domiciano) para dejar a la posteridad un interesante libro, hasta hoy lectura obligada en las facultades de historia. 
Una de las muchas historias que relata se refiere a Pompeya, esposa de Cesar, de la que se sospecha que el taimado Julio quería deshacerse de forma que no ofendiera a las leyes ni a la sociedad. Para ello, aprovechó que en unas fiestas sólo para mujeres (ya entonces un incipiente feminismo –al menos entre las clases altas- comenzaba a manifestarse), llamadas de la Bona Dea, se había colado un enamorado de Pompeya, llamado Clodio. Enterado Cesar de la profanación festera y haciendo aparecer a su esposa como cómplice del hecho (al parecer sin serlo), aprovechó la ocasión para repudiarla basándose en el evanescente principio de que ‘la mujer del Cesar no solo debe ser honesta sino parecerlo’.

Viene la historia de Suetonio a cuento del rifirrafe eclosionado estos últimos días sobre el asunto del también evanescente máster, que no se sabe si inexistente, perdido en traslado o devorado por un perro ‘con ansia papirivora’, como diría el Zorba de Kazantzakis.
No quisiera pecar de purista pero sí creo que a los dirigentes políticos que se postulan esgrimiendo la intención de servir al público en general y no a sus intereses en particular, habría que exigirles la misma honestidad que al resto de la población, y si me apuran un plus más, dada la imagen pública de que gozan y que debería ser ejemplarizante.
Me pregunto, si no sería fácil deshacer el entuerto mostrando el famoso máster que la señora presidenta –a cuya palabra hemos de conceder, en principio, el beneficio de la credibilidad-, dice haber obtenido con calificación de notable. Y cómo, desde su partido, interesado desde siempre en esclarecer los numerosos casos de corrupción que han sembrado sus filas de ‘hechos puntuales’ ajenos a la organización, no se la anima a que tal esclarecimiento se produzca; antes bien, se pretende asesinar al mensajero como imaginario culpable.
No quisiera pensar que lo dicho por la vox populi tan malintencionada de ordinario, sea cierto: que la señora recibió tal trato de favor que le permitió obtener un máster con asistencia virtual cuando la presencial es obligatoria para el común de los alumnos; que el trabajo de fin de curso fuera inexistente y por tanto no defendido como es preceptivo ante un tribunal cuya acta se falsificó; y toda una serie de irregularidades más que los maledicentes le adjudican. Estoy seguro de que la Sra. Cifuentes, como Pompeya, podrá demostrar su inocencia pese a las añagazas de los Clodios que buscan hacer daño gratuitamente.
¡Ay, si Suetonio viviera en nuestros días! ¡Cuánto material para sus crónicas!



martes, 3 de abril de 2018

TRES CANTORES Y UNA DAMA CON PEINETA


El Hogar del Pensionista ofrecía un aspecto desangelado. La gente había acudido en masa a la procesión del resucitado, la más folclórica del pueblo. En ella, para alivio del cuerpo y lenitivo del alma después de los pasados días de congoja, es tradición regalarse con empanadillas y otras exquisiteces de bollería, donadas por los generosos cofrades o adquiridos con cargo al peculio propio. El Cacaseno, renuente a los festejos religiosos, desmenuzaba la prensa en una mesa apartada cuando llegó Fernández.
—¿Qué?, poniéndote al día de los festejos populares.
—Calla, calla, que estoy ojeando el periódico local y parece la hoja dominical de la parroquia. 
—Pues que quieres, en estas fechas ya se sabe…
—Lo digo por los cantores del himno de la legión y la señora del diferido con teja y mantilla. Pa mear y no echar gota.

—No me digas que no te parece bien que canten.
—No te quedes conmigo, Fernández, que no soy Juan de la Cirila.
—Por cierto, Juan estará viendo pasar la procesión y comiendo empanadillas de guagui, no como nosotros, aquí más solos que la una. Pero a lo que vamos, ¿qué tiene de malo que tres ministros del gobierno canten al unísono el bonito y ejemplarizador himno de la legión? Y no me saques al manquituerto y a Unamuno, que te veo venir.
—Dirás lo de ejemplarizador de coña porque lo del ‘novio de la muerte’ y memeces por el estilo son dignas de figurar en la antología del disparate. Me da vergüenza tener unos ministros así. Estamos volviendo a la cutrez esperpéntica de los tiempos pasados, y lo que es peor, sin que nadie del gobierno se ruborice, incluida la señora del diferido. Por si fuera poco, lo defienden como “tradición cultural”. A este paso me veo a Mariano bajo palio, claro que ya nadie se sorprende de nada. Cada vez más recortes en políticas sociales y más perras para armamento y zarandajas por el estilo. Vuelta al pasado, segregación por sexo en los colegios concertados (a pesar de lo que diga la Constitución), fuera la filosofía, y procesiones infantiles para asegurarse la parroquia el día de mañana. Y luego hablamos de adoctrinamiento infantil en Cataluña.
—Pero bueno, ¿no tenemos un estado aconfesional? Pues el que quiere va a las procesiones o a las iglesias y el que no quiere, no. Como tú y yo, que estamos aquí tan ricamente desayunando, sin estatuas, desfiles, pífanos ni atabales. Eso es libertad y democracia.
—Insisto en que me da grima ver a los ministros, especialmente al de educación, cantando a voz en grito el himno de la legión, ¡vaya ejemplo para nuestros jóvenes alevines! Y no acabo de entender que pintan los representantes del orden, alcaldes, concejales, guardia civil o policías locales desfilando tras los tronos procesionales.
—Pues será para protegerlos de posibles robos o atentados, mira lo que le pasó a uno de los últimos papas.
—Pues será, pero me sigue dando grima.



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