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jueves, 23 de diciembre de 2010

OTRA HISTORIA DE NAVIDAD

AÑO DE MATANZAS

La matanza había estado superior: a las ocho de la mañana llegó un camioncillo con el cochino, un lustroso ejemplar de la prestigiosa ganadería de Pepito el Rate, seleccionado con esmero para agasajar a sus amigos. No llegué a enterarme de lo que pesaba porque le echaron el cálculo en arrobas, pero seguro que más de ciento cincuenta kilos. Sin quitarle el morral, fue elevado en volandas por los más atrevidos hasta la mesa sacrificial, mientras pataleaba y gruñía, con riesgo manifiesto de aporrear a cualquiera. El hábil Tino, que lo esperaba “degollaor” en mano le propinó una certera y profunda cuchillada en el lugar exacto para partirle el corazón. La sangre brotó espesa y roja salpicándolo todo, cayendo en un chorro espasmódico dentro del lebrillo que una mujer de arremangados brazos removía sin cesar para que no se cuajara. El soplete de butano y los rascadores hicieron su faena dejando al bicho sin un pelo, luego las piedras pómez se encargaron de dejar el pellejo como el culito de un recién nacido. El Tino y su ayudante “El alcarde” lo colocaron “de cúbito prono” y lo abrieron de arriba abajo por el lomo iniciando la operación de descarne y troceado. Pronto chirriaron en la brasa los pellejos y las tajadas de tocino de papada que aun se estremecían como si por ellas pasara una corriente eléctrica. Los primeros tragos de vino espeso y negro ayudaron a pasar la carne con sabor a lumbre, cortada, navaja en mano, sobre rodajas de pan casero…
Así se fue desarrollando el resto del día. A media mañana comenzaron a salir de la bullente caldera las morcillas, apretadas y piñoneras, luego los blancos, morcones, salchichas, longanizas y sobreasadas. La gente no paraba de engullir y los porrones circulaban como un tío vivo mientras los grupos se formaban y se deshacían como cristalillos multicolores de un caleidoscopio. Todos hablaban con todos y se aprovechaba la ocasión para restablecer vínculos olvidados durante tiempo y ponerse al día de los últimos acontecimientos sociales ocurridos en el pueblo y sus cercanías. A medio día se hicieron un par de paellas de conejo con caracoles y una sartená de migas con los tropezones del pobre animalico difunto. Cuando empezó a caer la tarde en la amplia campa que nos había servido de palenque, las conversaciones se había hecho más discretas y los cubatas corrían como ríos de color miel proporcionando el merecido enjuague a los estragados galillos.
Consideré que era el momento apropiado para poner pies en polvorosa antes de que el coche, aunque amaestrado convenientemente y ducho en aquellos lances, se negara en redondo a llevarme una vez comprobado mi nivel de alcohol en sangre. Me despedí cortésmente de los anfitriones y emprendí el camino de regreso que bordea la Rambla Salada, todavía enfangado por las recientes lluvias, que ese año habían sido excepcionales. Las luces del coche se reflejaban en los charcos como espejos produciendo miles de sombras evanescentes y juguetonas, y el barrete del camino formaba una pista deslizante que me obligaba a conducir despacio, lo que agradecían mis sentidos, un tanto apantallados de reflejos por los avatares de la jornada. En esas estábamos cuando un corpachón que al pronto me pareció un rinoceronte pero que resultó ser una cabra, salió como una bala de detrás de un ribazo y se estrelló con un trueno contra el capó del coche. Giré el volante intentando evitar al cornúpeta pero fue peor el remedio que la enfermedad: el coche comenzó a dar vueltas en el barro como una peonza y fuimos a parar, coche, cabra y conductor a la rambla de cabeza.
La castaña fue regular. Yo quedé atrapado bajo el coche; la cabra, malherida y agonizante, balaba con desconsuelo al otro lado, oculta a mí vista (luego me enteré de que se había roto el espinazo), y el motor del coche daba los últimos estertores como un animal asmático mientras las ruedas giraban en el vacío. Mi primer pensamiento fue “estoy vivo” y el segundo “pero jodido”, a la vista del dolor espantoso que tenía en el hombro. Me arrastré como pude fuera del coche recordando con una claridad que me parecía milagrosa, las escenas de las películas americanas en que los coches se incendian después de un accidente. Medio a rastras, me fui alejando por el cauce seco de la rambla hasta sentarme, ya a salvo, sobre un pedrusco desprendido de la ladera, a suficiente distancia del vehículo. El brazo, desde luego, estaba fastidiado. Algo se había roto en el hombro y me colgaba como un pingajo clavándome alfileres de dolor a cada movimiento. Tenía un enorme chichón en la frente y de los labios, partidos contra el volante, sentía el sabor a hierro de la sangre.
Entonces, en medio del rumor de pezuñas y el sonar de esquilas que no había percibido hasta aquel momento, apareció Pepito el Vitola rodeado por las cabras y borregas de su rebaño que los perros corretones mantenían arracimadas junto a él. Y si una de aquellas bestias estúpidas había sido la causa de mi desdicha, su dueño fue la causa de mi salvación porque en aquel momento quedé a merced de la fortuna: perdí el conocimiento y caí hacia adelante abriéndome otra brecha en la frente. De lo que sucedió después solo me queda un nebuloso recuerdo con nubarrones de sirenas estentóreas, ruido de coches y focos tras los que se adivinaban verdes y enmascaradas siluetas fantasmales.
Os haré merced de la fase hospitalaria que nada interesante añadiría a nuestro relato. Baste anotar que, después los imprescindibles cuidados, analgesias y escayolas, me reintegré paulatinamente a la vida activa en un tiempo prudencial.   
Una de mis primeras intenciones, fue ir a ver a Pepe el Vitola. Las largas jornadas de hospital me habían devuelto a la memoria la infancia que había compartido con él, tanto tiempo sepultada en algún recóndito cajón de los recuerdos por un desconocido atavismo freudiano. Ahora el pasado se había ido reestructurando de nuevo en la conciencia, pasando ante mis ojos como una película de la que era actor principal y espectador al mismo tiempo, y en la que personajes relevantes como el Vitola iban apareciendo para rescatar sus papeles tanto tiempo olvidados.

Tendría yo unos siete años cuando conocí al Pepito y él, poco más o menos los mismos. Pero ahí se acababa el parecido. Yo era un muchachito de ciudad, educado en los frailes de luengas barbas, cursi como un rábano y tímido como una gacela, bien alimentado, bien vestido y sin más problemas vitales que mi renuencia a aprenderme los ríos de España o a leer “La Guerra de la Galias” como mi padre pretendía inútilmente. El Vitola sabía lo que era levantarse de la mesa con hambre todos los días, pasar frio en el invierno y calor en el verano y en cuanto a escuela, su única referencia era que en el pueblo había un maestro y que algunos hijos de ricos acudían a ella. A poco de echar a andar sustituyó a su hermano mayor con el ganado. El Diego ya tenia once años y podía hacer faenas de hombre, así es que Pepe tuvo que aprender deprisa el silbo con el que gobernar los perros, a ayudar a parir a las borregas, a manejar el garrote por si se arrimaban otros perros o le salía la zorra y a contar cada noche los animales porque le sonaba en las orejas el chascar de la correa del padre si alguno se extraviaba o se lisiaba por su culpa.
Mi familia tenía una casa edificada sobre un altozano, en  medio de la finca heredada del abuelo. Allí, en los turbios años de posguerra se refugiaban mis padres con su numerosa prole para pasar un  verano de tres meses. Su llegada era saludada con alborozo por los labradores del entorno pues mi madre era persona de inacabable generosidad y en aquellos tiempos de míseras economías de subsistencia, cualquier apoyo en especies, que ella distribuía con largueza, era recibido como el maná en medio del desierto. Aún recuerdo la cara de asombro de mis amigos campesinos, cuando los llevaba a casa a merendar, arrobados ante la jícara de chocolate Tárraga (por cierto más malo que el cólera, elaborado con harina de algarrobas o vaya Ud. a saber) con que madre acompañaba la generosa hogaza de pan que nos distribuía a cada uno.
Quizás por esos generosos donativos o por su natural abierto y acogedor, fui enseguida aceptado entre los pilletes de mi edad a los que acompañaba asiduamente en sus largas jornadas de pastoreo. Mientras para ellos eran deberes ineludibles a los que estaban encadenados inexorablemente a lo mejor de por vida, para mí constituían sólo un divertimento, una fuente inagotable de maravillosos descubrimientos cotidianos, en un mundo lleno de sorpresas fantásticas que nada tenía que ver con la tediosa vida de estudiante reprimido por la ñoñería de los venerables y barbudos esperpentos bajo cuya égida discurría mi vida durante el curso.
Aprendí a hacerme obedecer por los perros a base de hábiles cantazos, a seguir el rastro de las liebres observando los lugares donde se encamaban, a buscar nidos de merlas y verderones y criar los pajarillos con miga de pan mojado, a tejer cuerdas con corteza de bolaga, a encaminar el rebaño hasta la azacaya donde abrevaban… y otra serie de habilidades fundamentales para la formación del hombre en las que aquellos analfabetos que se ponían rojos y bajaban la cabeza avergonzados delante de los forasteros, eran auténticos maestros en el disfrute de la vida, puede que sin saberlo.
Los veranos se repitieron; cada nuevo encuentro estacional era una fuente de sorpresas, siempre con el fondo del ganado y las largas caminatas tras los pastos. Íbamos creciendo y aparecieron las pulsiones de adulto, comenzamos a intercambiar experiencias de adolescentes ávidos, hablábamos de chicas, aquel mundo mágico del que ignorábamos todo y sobre el que fabulábamos incansablemente… y así fuimos madurando, forjando unos lazos extraños que dejarían en nuestros corazones improntas definitivas.
La vida nos separó pronto; yo me fui lejos y a la vuelta, era un adulto “con estudios” y una sesgada experiencia de la vida. Volví a encontrarme a Pepe junto a su rebaño. Ya era un hombre cuyos únicos vicios aparentes eran fumar puros y escuchar una radio de pilas que era su cordón umbilical con un mundo al que nunca pertenecería del todo. Nos unía la vieja amistad forjada en la infancia…y poco más. A veces le traía un mazo de caliqueños de la Vall d’Uxó, que tenían fama de excelentes y misterio de ilegales. Él me lo agradecía quemándolos con unción casi reverente. Charlábamos, nos poníamos al día de las noticias de la zona, de los amigos comunes… y luego cada uno se reintegraba a un mundo que discurría por senderos divergentes.

Había vuelto el invierno cuando me sentí con fuerzas para girarle una visita después del accidente. Llamé a la puerta de su casa entre dos luces y me abrió Dolores, su mujer. Al verla en el umbral, pálida y mucho más vieja de como la recordaba, vestida de luto riguroso y con el pañuelo negro que le orlaba la cara, supe que algo no iba bien.
-¿El Pepe?
-Si, pasa
Llegamos hasta la cocina donde ardían rajas de olivera. Volvió a ocupar la silla de cordeta donde había estado pelando limones para secar la cascara. Por toda iluminación, las llamas danzarinas de la chimenea y una mortecina bombilla con rastros ancestrales de cagadas de moscas que pendía del techo. Me señaló la mecedora a un lado del fuego, donde seguramente se sentaba el Pepe cada tarde.
-¿Cuando fue?
Siguió la conversación a bonico, como si le hablara al fuego, con las manos inertes y agrietadas muertas sobre el oscuro delantal a rayas:
- Por San Juan fue. Hace un par de años ya le había dado un vomito negro. El médico le dijo que era cosa del polvo que había tragado yendo siempre detrás del ganado… y también del tabaco. Que se dejara las dos cosas. Pero como él decía, “me dejo esto ¿y qué me queda?” Siguió haciendo la misma vida y fumándose los mismos caliqueños. A lo mejor, hasta le apretaba un poco más. Cuando fue a verte al hospital, le dije que hablara contigo, que lo llevarías a algún médico de paga, pero volvió como se había ido, dijo que por no molestarte. A primeros de junio no pudo salir con las borregas, luego ya fue ligero. Lo enterramos el veintiséis.
Se levantó sin prisa, como quien ha acabado la faena. Sacó de la alhacena un plato en el que, cubiertos por un tapete de ganchillo había mantecados con dibujos de canela y pasteles de cabello de ángel, luego, dos botellas y dos copas como dedales. Los puso sobre la mesa de camilla y dijo:
-Convídate, que estamos en pascuas.
Llenó su copa de anís dulce y la mía de coñac. Las bebimos sin mirarnos, sabiendo que le echábamos el alboroque a un muerto que compartíamos desde aquel instante.

La vuelta a casa se me hizo corta, insensible, uno de esos ratos que no dejan rastro en la memoria. El buzón, siempre olvidado, rebosaba de cartas con anuncios de regalos maravillosos, facturas y papelajos de variada índole. Encontré entre toda aquella furufalla un tarjetón de mis amigos del campo invitándome a la matanza anual, pero supe enseguida que no iría. No era año de matanzas.

3 comentarios:

  1. Precioso relato. Lo cuentas como si hubiera ocurrido. Confío en que no sea así.

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  2. Que bonito Mariano, ahora entiendo tu afición a lo cabruno.

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  3. Me encantó. Comparto igualmente los dos comentarios anteriores. Enhorabuena.

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