Hace ya tiempo, por razones que no vienen ahora al caso,
tuve ocasión de viajar durante varios años por un país del sur, cercano y sin
embargo muy diferente: otras costumbres, otro dios, otro tipo de gobierno, una
población adoctrinada, sumisa y reprimida… un país que, comparado con el mío,
me parecía atrasado, tanto como su propia cronología mostraba. Estaban en el
año mil cuatrocientos treinta y tantos. Natural.
La multitud se resignaba con gusto a ser vasalla de un rey
de origen divino que tenia palacios por todo el territorio, que vivía en medio
de un lujo oriental, rodeado de una corte de aduladores medievales mientras el
pueblo se mantenía en una economía de subsistencia y le rendía pleitesía. El
índice de parados era aterrador y la mitad de la población se mantenía de los
sueldos oficiales, lo que por otra parte aseguraba al régimen una estabilidad a
prueba de bomba. El pensamiento oficial era el único aceptado y hasta los pocos
disidentes del régimen disimulaban en público y se consolaban pensando que ese
era el designio divino. Quizás en la otra vida tendrían el merecido desquite.
Los limpios de corazón alcanzarán la gloria.
Las mujeres tenían un sitio diferente al de los hombres y
caminaban un paso tras ellos. No acudían juntos a la escuela ni se mezclaban
nunca en actos religiosos, por supuesto solo había una clase de enseñanza,
basada en los principios irrenunciables de su religión, única verdadera. La mujer
estaba sometida al marido -debía aceptar el que su padre le propusiera-,
durante el resto de su vida. En caso de separación, el marido se quedaría con
los hijos varones que él decidiera y la mujer saldría de casa en compañía de
sus hijas y del ajuar que hubiera aportado al matrimonio. La homosexualidad no
existía y la policía, abundante y bien pagada, decidía como solucionar los
desmanes callejeros, evitándole gran parte del trabajo a jueces y tribunales.
Había furgones blindados en todas las esquinas para garantizar la seguridad de
los ciudadanos y la paz del país.
La medicina estaba solo al alcance de los ricos, los pobres se morían por lo suyo, de forma natural, como desde el principio de los tiempos. Eso contribuía a mantener un sano equilibrio ecológico.
La clase gobernante vivía en una nube de corrupción
alrededor del monarca y “la propina” era cosa habitual en cualquier estamento
público. Así había sido siempre, natural como la vida misma.
Aquel país era una balsa de aceite y los mendigos callejeros
–nos decían- eran cosa de broma, formaban parte del folklore, había quien se
sacaba los ojos para provocar lástima, ya ve Ud. La gente que buscaba en los
montones de basura eran insatisfechos a la búsqueda de curiosidades, allí no
existían las fechas de caducidad, nada era perecedero. La religión era el
consuelo necesario y suficiente. Era un país feliz.
A veces pensaba: “yo jamás me quedaría a vivir en este país
tan diferente al mío…”