
Pepito es hombre de empresa, de los
luchadores desde la más tierna infancia, lo que no empece para que tenga un
corazón ancho y generoso. De vez en cuando, casi siempre entrado el nuevo año,
cuando el poco frío que asoma por nuestras latitudes se hace presente, convida
a sus amigos a una matanza.
Dispone de local suficiente y contrata a
un grupo de matachines que hacen de su trabajo un arte. Muertos los cochinos
(que sin perdón así se llaman), cuyo desdichado final no presencian los
asistentes por evitar soponcios en estos tiempos de sensibilidades extremas,
los restos son troceados, picados, molidos, sazonados, amasados y embutidos,
hasta que la última brizna de los bichos ha encontrado acomodo sin que quede
rastro de lo que fueron en unas vidas que han de incorporarse a las nuestras.
Cuando llegan los invitados, el equipo
de matarifes ha terminado la parte más sustancial de la tarea que comenzó casi
al alba; ahora se reposan en tareas menores, embutiendo en largas tripas
morcillas olorosas, morcones y blancos que irán enseguida a la caldera que
bulle junto a la puerta del patio. Luego confeccionan apretados chorizos,
salchichas y longanizas que secarán unos días en cañas dispuestas cabe el
techo.
De tanto en tanto, los mañosos artífices animan los corazones recurriendo a un breve revuelto
carretero que proporcionan las dos botellas – anís seco y vino viejo-,
dispuestas sobre el obrador.
Fuera de la gran cochera que templa
una enorme chimenea, sobre brasas rojizas de limonero viejo, unas rusticas
parrillas que abrasan las manos de los operantes, tuestan hasta parecer de oro,
pellejos y magras, lomos sonrosados, tiernos solomillos que se reservan a los
jóvenes inapetentes y trozos sanguinolentos de hígado cortado a finas tiras,
exquisito bocado para ultimar el festín. Unos tomates de Muchamiel y las olivas
de Cieza, ponen un toque vegano al ágape tomado sobre una rustica hogaza de pan
casero que destripa la navaja filosa y cachicuerna.
Ana, mientras los invitados esperan
el trabajo de las brasas, ha cortado finas lonchas de un excelente jamón
entreverado de tocino blanco, que aplaca por unos instantes las ansias de los
convidados.
Pocas cosas igualan esa sensación
campestre y amigable, una mañana de enero que anuncia lluvia bienechora, en compañía de amigos, con un buen
vino que propicia las conversaciones y ensancha el ánimo.
Por si fuera poco, dan café, tortas
de pascua y pastelillos de cabello.
Ya digo, Pepito el Rate es hombre
generoso.
¡Marranos!
ResponderEliminarAsin semos por aquí.
ResponderEliminarMariano, como sabes, vecino de Pepito conozco muy bien estas matanzas que obligan a los visitantes a llenar de coches el camino de las Pardas, ruta del colesterol para muchos, con las delicias de todo, repito todo el cochino. ¡Hasta los andares...! El vino y el anís te lo paso pero sospecho que te harías un "vampiro" al día siguiente para control de parámetros que nos dicen que son malos, malísimos. Y, mira Mariano, ypo creo que son exquisitos. Una descripción magnífica.
ResponderEliminarUn abrazo, Mariano.
Todavía estoy a base de acelgas del campo (de las que este año, con los últimos chispeos, hay abundancia a un precio asequible), pero ese dia, "nos desmadremos". Un abrazo.
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