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martes, 5 de noviembre de 2019

LÁGRIMAS POR EL MAR MENOR


Decía una de mis antepasadas: “Lloraría si no fuera porque en la guerra se me acabaron las lágrimas”. El tierno infante que yo era entonces, desconocía cuya era aquella guerra ni cuales habían sido sus devastadores efectos. Del tema se trataba en familia, sotto voce, interrumpido abruptamente en presencia de niños.
No he tenido que padecer ninguna guerra, como no haya sido la memoria recogida en algunos museos visitados, o en las lecturas imprescindibles para llegar a forjarme una idea clara de la doméstica que padecieron mis mayores. Me costó tiempo y trabajo desaprender las muchas falacias que sobre aquella desdichada contienda me contaron de una y otra parte.
Ahora, cuando veo la destrucción del Mar Menor, a la que he asistido como muchos de mis conciudadanos, con estupor y asombro, en un día a día prolongado a lo largo de muchos años, recuerdo aquella frase de mi antepasada y lloro con lágrimas del alma.
Lloro de rabia y de desánimo porque me siento responsable por inacción, por haber permitido la irrupción de políticos incompetentes a los que pusimos en sus puestos y no hemos sabido retirar a tiempo.
Recordando la época de mi infancia en la que aquel mar recoleto y familiar constituía un oasis de quietud y sosiego, me resulta imposible imaginar la vuelta a la placidez que los habitantes de la región recordamos.



¿Cabe en lo posible que el espanto arquitectónico de La Manga remita? ¿Que vuelva a su primigenio estado Puerto Mayor? ¿Que se abandonen las miles de hectáreas de cultivos con nitratos y “demonios coloraos” que acaban en el agua?  ¿Que se recompongan los tanques de tormenta que no han servido para nada? ¿Que se descontamine el acuífero superficial de agua dulce que acaba vertiendo nitratos al mar? ¿Que desaparezcan las desaladoras legales e ilegales? ¿Que se prohíban los barcazos de atronadores motores que surcan “la laguna” dejando un rastro de pestilente combustible? ¿Qué se retiren las arenas que las lluvias han de arrastrar inexorablemente hasta el fondo del mar? ¿Qué se dejen de verter los muchos emisarios que envían los detritus humanos al agua? ¿Qué se retiren los miles de “muertos” sembrados a discreción de cada cual en los muchísimos fondeaderos que abarrotan la costa? ¿Qué se construyan viviendas (muchas de ellas ilegales) en los cauces de las ramblas? Y sobre todo, ¿Que logremos poner al frente de nuestros recursos medioambientales a políticos eficaces y con formación suficiente, antes que a mequetrefes ignorantes atentos solo a la voz de su amo y a sacar el cuello una cuarta por encima de sus rivales políticos? ¿Qué las administraciones opten por un método más racional que echarse las culpas y responsabilidades, la local a la regional, ésta a la nacional, la nacional a la local, y vuelta a empezar?
Tantas circunstancias han contribuido a la colmatación de nuestro Mar Menor, y tantos disparates habría que enmendar, que justifican mi percepción de un futuro tenebroso. La vuelta a un ecosistema natural y sostenible como lo fuera en su día, es circunstancia que se me antoja harto improbable.
Deseo de todo corazón errar en mi vaticinio, sería una de las veces que con más alegría he aceptado equivocarme.
Para mayor ampliación de causas, véase el siguiente artículo de Ángel Montiel:


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