Desde el Neolítico, las religiones
han sido para el tronco humano como las hojas para los arboles caducifolios:
aparecen, cumplen su cometido y desaparecen barridas por los vendavales del
tiempo. Así pasó con los mesopotámicos, los persas, los egipcios, los griegos, los
romanos, etc. (por centrar la mirada solamente en nuestro familiar lago mediterráneo).
Y todas las religiones, pasadas y
actuales han tenido algunos objetivos en común: convencer a sus adeptos de que
hay un mundo de bienaventuranza en otra dimensión al cual tendrán acceso
aquellos que se dejen guiar por la casta sacerdotal del momento, siguiendo a
rajatabla sus indicaciones que incluyen un comportamiento que evite el pecado,
definido por cada religión de acuerdo con sus postulados.
Entre estos, se encuentra aclarar qué
es lo bueno y lo malo y a esto último clasificarlo como pecado, creando la
sensación de culpa imprescindible para el buen gobierno de la grey. Como objetivo
último y más importante de cada estructura sacerdotal se encuentra alcanzar el
poder sobre las almas, y de paso sobre los cuerpos. Se pretende que la sociedad
civil acepte en bloque todos los preceptos de la organización religiosa, de
forma que el pecado sea asimilado al delito, con lo cual, este será punible de
oficio por el brazo secular, tal como recordamos de tiempos inquisitoriales, no
tan lejanos, en nuestro país.
Y esto es una confusión que nos ha
sumido desde siempre en el desastroso estado de mezcolanza ideológica que
todavía arrastramos; la iglesia católica (una más entre tantas verdaderas) ha
mantenido como objetivo prioritario extender sus tentáculos dentro del sistema
de gobierno de forma que el personal confunda mandamiento religioso con la imposición
civil. Este disparate que sufrimos desde hace tantos años merece una reflexión
permanente manifestando con toda claridad que la creencia religiosa es una cosa
a la que están obligados los que, voluntariamente se entreguen a ella y otra es
la norma civil, que obliga e implica de forma universal a los ciudadanos del
país. Si la ley civil, promulgada con todas las garantías proporcionadas por el
estado de derecho, legisla en la materia que considere oportuna, ninguna ley
religiosa, por mucho origen o iluminación divina que se arrogue, es bastante
para cuestionarla. La religión, cualquiera de que se trate, tiene plena
vigencia y autoridad para aquellos que creen en ella, la practican con todo el
ardor que consideren oportuno y a ellos solamente extiende su autoridad e
imposiciones. Al resto de los ciudadanos, tiene la obligación inexcusable de
dejarnos en paz, sometidos al imperio de la ley civil, que ya es bastante.
No son sinónimos pecado y delito.
Pueden ser considerados como pecado para esta o aquella religión hechos como el
concubinato, el aborto, el matrimonio homosexual, la ingesta de cerdo, alcohol,
u otros productos que para la ley civil no constituyen delito ni siquiera
infracción y que para otras gentes resultan incluso saludables. Y los creyentes
de la religión de que se trate, tienen absoluta libertad para abstenerse de
ellos mientras los no creyentes hacen lo que les parezca más oportuno.
Y los unos y los otros, tenemos la
obligación de respetar las posturas ajenas sin que ello tenga por qué comportar
la menor sombra de enfrentamiento o rechazo.