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martes, 2 de abril de 2013

PECADO Y DELITO


Desde el Neolítico, las religiones han sido para el tronco humano como las hojas para los arboles caducifolios: aparecen, cumplen su cometido y desaparecen barridas por los vendavales del tiempo. Así pasó con los mesopotámicos, los persas, los egipcios, los griegos, los romanos, etc. (por centrar la mirada solamente en nuestro familiar lago mediterráneo).
Y todas las religiones, pasadas y actuales han tenido algunos objetivos en común: convencer a sus adeptos de que hay un mundo de bienaventuranza en otra dimensión al cual tendrán acceso aquellos que se dejen guiar por la casta sacerdotal del momento, siguiendo a rajatabla sus indicaciones que incluyen un comportamiento que evite el pecado, definido por cada religión de acuerdo con sus postulados.
Entre estos, se encuentra aclarar qué es lo bueno y lo malo y a esto último clasificarlo como pecado, creando la sensación de culpa imprescindible para el buen gobierno de la grey. Como objetivo último y más importante de cada estructura sacerdotal se encuentra alcanzar el poder sobre las almas, y de paso sobre los cuerpos. Se pretende que la sociedad civil acepte en bloque todos los preceptos de la organización religiosa, de forma que el pecado sea asimilado al delito, con lo cual, este será punible de oficio por el brazo secular, tal como recordamos de tiempos inquisitoriales, no tan lejanos, en nuestro país.
Y esto es una confusión que nos ha sumido desde siempre en el desastroso estado de mezcolanza ideológica que todavía arrastramos; la iglesia católica (una más entre tantas verdaderas) ha mantenido como objetivo prioritario extender sus tentáculos dentro del sistema de gobierno de forma que el personal confunda mandamiento religioso con la imposición civil. Este disparate que sufrimos desde hace tantos años merece una reflexión permanente manifestando con toda claridad que la creencia religiosa es una cosa a la que están obligados los que, voluntariamente se entreguen a ella y otra es la norma civil, que obliga e implica de forma universal a los ciudadanos del país. Si la ley civil, promulgada con todas las garantías proporcionadas por el estado de derecho, legisla en la materia que considere oportuna, ninguna ley religiosa, por mucho origen o iluminación divina que se arrogue, es bastante para cuestionarla. La religión, cualquiera de que se trate, tiene plena vigencia y autoridad para aquellos que creen en ella, la practican con todo el ardor que consideren oportuno y a ellos solamente extiende su autoridad e imposiciones. Al resto de los ciudadanos, tiene la obligación inexcusable de dejarnos en paz, sometidos al imperio de la ley civil, que ya es bastante.
No son sinónimos pecado y delito. Pueden ser considerados como pecado para esta o aquella religión hechos como el concubinato, el aborto, el matrimonio homosexual, la ingesta de cerdo, alcohol, u otros productos que para la ley civil no constituyen delito ni siquiera infracción y que para otras gentes resultan incluso saludables. Y los creyentes de la religión de que se trate, tienen absoluta libertad para abstenerse de ellos mientras los no creyentes hacen lo que les parezca más oportuno.
Y los unos y los otros, tenemos la obligación de respetar las posturas ajenas sin que ello tenga por qué comportar la menor sombra de enfrentamiento o rechazo.





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