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martes, 10 de noviembre de 2020

El VIENTO

 



                       Los suspiros son aire y van al aire

Las lágrimas son agua y van al mar

Dime, mujer, cuando el amor se muere

¿Sabes tú dónde va?

Gustavo Adolfo Bécquer

 

De pronto, sin más aviso que el de las predicciones de la tele que nadie se toma en serio, el viento se abate sobre la ciudad desprevenida. No hay nada más dañino que ese aire en movimiento, que recordamos desde la escuela. Llega, casi siempre precedido por la lluvia que ha llenado los predios sedientos y se derrama por torrenteras y barrancos obstruidos de maleza tras la larga sequía. Muchos árboles, con las raíces desprendidas por la tierra anegada, se vienen al suelo con doloroso estruendo. El paciente trabajo de tantos años destruido en un segundo. El viento siempre es cruel, implacable.

La caída de un árbol te impresiona solo si es cercano, las desgracias lejanas nos son ajenas casi siempre. El viento, solo te molesta cuando filtra sus dedos de cuchilla por el cuello del anorak, esas corrientes espirales que invaden las perneras de tus pantalones o el golpetazo súbito y violento al doblar una esquina que te arrebata el sombrero y se lo lleva dando tumbos nadie sabe dónde. Consuélate pensando que el viento, como el río de Heráclito, nunca es el mismo. Este que te aflige ahora, por muchos años que pasen, nunca volverás a sentirlo.

¿Dónde irá ese viento después de arrasarte la piel? Quién sabe, a lo mejor en busca de los suspiros de Bécquer.

 

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