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martes, 5 de junio de 2018

LA MAR


Durante mis primeros años el mar fue una perspectiva inabarcable por la que unos cuantos pilluelos nos aventurábamos en un esquife de remos. Llenos de sueños infantiles, pretendíamos emular hazañas mal leídas y peor interpretadas en las que se mezclaban sin tino Colón con los Vikingos de Vineland, El Corsario Negro y la Perla de Labuán, o Sandokán con sus tigres de Mompracem.
Tardé poco  (lo que tardan en desvanecerse los sueños infantiles) en averiguar que aquel era un mar finito y limitado, “una laguna interior”, como dicen ahora los folletos turísticos en un vano intento de atraer extranjeros con posibles, y que “el mar mayor” como llamábamos a la enorme extensión que comenzaba al otro lado de la Manga, era el auténtico mar, el mar inabarcable.
Poco después, anclado en Tarragona durante una temporada, descubrí fascinado aquella extensión de vacío azul con cargueros no más grandes que una hormiga en lontananza, observados desde el “Balcón del Mediterráneo”. Allí pasé largas tardes de añoranza reconfortándome con la idea de que aquel mar era el mismo que bañaba las costas de mi tierra lejana y acaso llevaría hasta ella un punto de mi triste desesperanza. Pero también se quedó pequeño. Por entonces descubrí a Henry Pirenne y supe que lo había reducido a un familiar lago, el “mare nostrum”, y que los romanos habían hecho de él cuna y vehículo de una cultura común después de adueñarse y asimilar la fenicia y la griega.
Andando el tiempo, desde el delta del Nilo, cerca de El Cairo multiforme y bullicioso, en una tarde de sosiego imprescindible, imaginé las columnas de Hércules que me parecía adivinar entre las brumas, hacia occidente; y el estrecho que da paso a otro mar infinito, paso breve que tantas veces habría de cruzar años después. El mar, la mar, como le llaman los que tienen más familiaridad con él, continuó fascinándome siempre, como deja boquiabiertas  a las gentes de tierra adentro la primera vez que contemplan sus azules.
Descubrí luego el Cantábrico, nervioso y movedizo, de olas cortas y ariscas, espumeando las rocas perceberas, que se arremansa solamente en las rías serpenteantes de verdor para nutrir las incontables bateas de mejillones. Allí conocí el fenómeno de las mareas que cambian cada pocas horas el perfil de la costa. Luego navegué por el Bósforo que separa el pasado y el presente de nuestra historia, crucé el Cuerno de Oro en medio de su incesante barahúnda y me parecieron todavía vecinos los otomanos y los mamelucos de tiempos napoleónicos.

Pero ningún mar conmovió mi corazón y llenó mis ojos como el Atlántico, cuando tuve ocasión de contemplarlo a lo largo de la costa que va desde Marruecos a Senegal bajando por tierra mauritana. Hay una carretera que, bordeando la costa llega desde Safi en Marruecos hasta Dakar, en Senegal, y permite viajar durante miles de km. con un ojo puesto en cada uno de los desiertos, el azul y el rojo, separados por los escarpados farallones donde se estrellan las altas olas impotentes. Es el mismo mar que, más sosegado, puede verse en las costas de Huelva de playas infinitas, o en Portugal, donde inspira el melancólico y dulce sonido de los fados. Allí, en Figueira da Foz, presencié, acunado en amorosos brazos, las más bellas puestas de sol que nunca imaginara y que permanecerán en mi recuerdo para siempre. De la misma forma que en Japón se goza el privilegio de ver nacer el sol cada amanecer, allí se disfruta de un ocaso mágico que invita a cultivar la esperanza del día siguiente.

El mar, la mar.



6 comentarios:

  1. ¡Qué bonito! Gracias por este viaje a través de tus recuerdos.

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  2. Maravilloso viaje, Mariano. Yo a duras penas he pisado las playas del Atlántico. Un abrazo.

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    1. No pierdas la esperanza, el mar siempre está ahí. Un abrazo.

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  3. Un abrazo desde uno de los faros del Estrecho, versión actualizada de las columnas de Hércules.

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