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domingo, 7 de octubre de 2018

CARTA DE UNA AMIGA MUY QUERIDA


 Son momentos dolorosos, la separación forzosa a que la vida nos tiene encadenados desde el nacimiento siempre lo es. Pero no me gustaría que sufrierais mi ausencia más allá de lo que el natural duelo impone. No somos gente de lágrima fácil.
Sí quiero que me recordéis como nosotros recordamos a nuestros antepasados cuando llegamos a una edad parecida a la de sus últimos tiempos. En algún sitio leí durante mis años universitarios que los antiguos griegos aseguraban que la verdadera muerte es el olvido. Quizás por eso se afanaron en producir las iliadas y odiseas que entonces nos parecían tan plastas. Ellas nos han acompañado hasta hoy y puede que sigan entre nosotros durante muchos siglos más.
Sabed que me habéis hecho muy feliz, los cuatro. Vuestro padre y yo os fuimos recibiendo con la gran ilusión del amor fructificado. Asistimos, con la sorpresa de lo nuevo, a vuestras primeras travesuras y a las pequeñas tragedias domésticas, como aquel incendio chimenil de Miquelturra que tantas veces hemos comentado en las inolvidables cenas de fin de año, ante los troncos ardientes, rodeados de entrañables hermanos y amigos.
He gozado durante muchos años de vuestra compañía. ¡Pasé tantos días felices entre vosotros! Tengo memoria de las comidas cotidianas –no quiero extenderme, por modestia, sobre mis arroces al forn con receta de vuestra abuela que tantos parabienes concitaron-, y de vuestros noviazgos -que casi hemos compartido. He disfrutado cuidando mis plantas agradecidas y con el zoológico que montó vuestro padre cuando se dedicó, con la pasión unidireccional que lo caracteriza, a la cría de animales exóticos, cabras y burra incluidos; amén de los numerosos perros –a veces gigantescos- que trotaban escandalizando el jardín. Seguro que algunos pajarillos que aún lo sobrevuelan, recordarán cómo los sacamos adelante cebándolos cada dos horas en el nido improvisado de nuestra mesilla de noche. La vida en el molino de Alfatego fue venturosa, nos alimentó con una suerte de ambrosía que recordaremos para siempre.

Aprovechad el tiempo, que pasa muy deprisa. Recuerdo como si fuera ayer la primera comunión de vuestros tíos Rafael y Antonio, los trajecitos azules de marinero, cosidos en casa, y las gorras con los letreros “Churruca” y “Lepanto”; a mi hermana Pilar llevándonos a ‘los pequeños’ de paseo a Santo Domingo, y a ‘mi Lauri’ como la llamaba mi padre. Ya entonces era la guapa de la familia y luego fue el ángel cuidador que llevo para siempre en mi corazón. Veo el belén anual que mi madre componía, con sus papeles de plata simulando cantarines arroyuelos, a la entrada de la casa de Peligros en la que se desarrolló nuestra infancia. En el despacho vecino el padre se esforzaba en enseñar a escribir a máquina, bajo el cuadro de las palomas, a Antonio y Rafael en las monstruosas Underwood. En el sofá del recibidor, el abuelo Silvestre escribía misteriosas notas que nadie leería jamás, sonriendo con el crotorar de cigüeña que le proporcionaba su cantarina dentadura postiza, fabricada en origen para fauces más potentes.
Recuerdo mis años de deportista de élite que afronté con el afán de complacer a mi padre, siempre exigente, y los triunfos que celebré desde el punto de vista deportivo sin que –está mal que lo diga, pero lo digo- alteraran mi ánimo, siempre discreto y hasta vergonzoso. Mientras, Eduardo se enfrentaba a las oposiciones por las que tuvimos que pasar ambos, él con la ventaja de disponer de la compañía de la tortuga amiga y el divertimento de someter al suplicio de la gota malaya al barbero del piso de abajo.  La mejor cosecha de aquellos tiempos esforzados habéis sido los tres. Un motivo más para sentirme orgullosa.
He tenido la suerte –hemos tenido la suerte- de acompañar a mi madre y a Amanda Mayor hasta sus últimos días, la misma que yo he tenido con vosotros y con algunos de nuestros amigos más queridos.

Claro que me hubiera gustado estar unos cuantos años más con vosotros en mi amado molino -cualquier tiempo es precipitado para morir-, pero quien sea que haya diseñado nuestro destino, es implacable. Nuestras vidas son, sencillamente, “los ríos que van a dar a la mar”, y allí descanso para siempre, además de en vuestra memoria y en la de todos los que me han querido y me han hecho los últimos tiempos soportables y llenos de ternura.
Recordad siempre que os quiero.




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