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martes, 6 de octubre de 2015

HERMANOS

Fue un cataclismo que sucedió en el lugar y el momento menos adecuado, como suceden siempre los accidentes, de forma inopinada. Una sorpresa para todos menos para Jordi, el causante de la conmoción. Nuestro padre nos había advertido en repetidas ocasiones de que en la mesa no se trataban asuntos de política, de religión, del servicio o de dinero; en general, de nada que fuera importante o que pudiera redundar en una falta de atención hacia aquella actividad que consideraba fundamental para la supervivencia del género humano.
—Se come en silencio, con dedicación plena, saboreando los manjares y agradeciendo la suerte que tenemos, en un mundo en que la mitad de la población se acuesta con hambre todos los días -nos repetía con frecuencia.
Y Jordi, quizás abusando de su mayoría de edad recién estrenada, se había cargado las normas de un plumazo:
—Tengo decidido marcharme de casa.
El disparo cogió a nuestro padre aplicándose con las últimas cucharadas de sopa, la Bullabesa un poco cargada de ajo por la que sentía especial aprecio que debía tomare en silencio reverente, con una unción comparable a la de los místicos en éxtasis. La cuchara interrumpió su recorrido a mitad de camino, la boca entreabierta permaneció expectante mientras dirigía a Jordi aquella mirada de sus ojos oscuros, entre irónica y amenazadora que nos había hecho temblar tantas veces. En el otro extremo de la mesa, la madre, sobrecogida, tampoco dijo nada, siguió con su sopa como si el asunto le fuera ajeno, pero con el rabillo del ojo pude apreciar que tenía las pestañas húmedas.
Aquello fue el principio del éxodo. Padre jamás le hizo a Jordi ningún reproche ni se quejó nunca, pero cuando cerró la fábrica a la que había dedicado su vida, él se quedó sin trabajo con un magro subsidio y las cosas empezaron a ir de mal en peor. Poco después, se marchó Iñaki y dos meses después Santiago. Todos tenían sus trabajos, unos buenos, otros regulares y otros daban justo para sobrevivir, pero con su ayuda la economía familiar se había sostenido de forma pasable, Y ellos, hasta entonces, se habían beneficiado del arca común. Al marcharse de casa, desaparecieron las cargas, pero también los ingresos, y sobre todo el sentido de solidaridad que desde siempre habíamos pensado que imperaba en la familia.
Quedamos solo los más pequeños, sobrecogidos al percatarnos de que aquella unidad en la que habíamos nacido y que considerábamos de una robustez a prueba de bomba, se resquebrajaba descubriendo una fragilidad que nunca habíamos sospechado. La fuga fue contagiosa, Amparo ya anunciaba sin ningún rubor su marcha en cuanto las circunstancias se lo permitieran y Curro dijo que iría donde ella fuera. Encarna y yo quedamos cada vez más perplejos y desarbolados, sin saber a qué árbol arrimarnos. Los padres se preguntaban -sin encontrar la respuesta-, qué habían hecho mal y se arrepentían, como en todos los errores humanos, tarde e inútilmente de habernos imbuido una unidad que, a la hora de la verdad, se revelaba ficticia.
La familia siguió desmoronándose lentamente hasta desaparecer por completo. Acabamos siendo perfectos desconocidos y poco faltó para que nos tratáramos de usted cuando nos cruzábamos por la calle, si no es que cambiábamos de acera para evitarnos mutuamente un momento embarazoso.




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