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sábado, 15 de enero de 2011

¿A USTED LE GUSTA EL GOFIO? (II)

A veces, como todos sabéis, pasa con los recuerdos como con las cerezas de un cesto: sacando la primera surgen detrás de ella las demás, como si tuvieran miedo de quedar olvidadas...
Volvamos a la ruta de Walata.
Aquella noche pasada en el desierto, para mí interminable y para mis compañeros un simple contratiempo indigno de mayor referencia, quedó anotada en la memoria, entre otras cosas, por el afecto protector que mostraron conmigo, a quien nada debían y de quien poco podían esperar.
Mientras el factótum encargado de los víveres amasaba las pelotillas que ya os he contado
En la primera parte, el jefe de la expedición, sin duda para entretener mi desasosiego, dio en relatar, al amor del fueguecillo que nos alumbraba en la noche fría, historias de su juventud; pequeñas anécdotas de cuando la tribu de su padre nomadeaba por el ancho Tiris, persiguiendo las nubes bienhechoras que engordan los animales y alimentan a los hombres:

Cuando cumplí los siete años, ya circuncidado, deje la tienda de las mujeres y pasé a depender de mi padre. No era un hombre fácil, nadie lo era entonces, aunque no se podía comparar con la rudeza de otras gentes: los Ulad Delim, por ejemplo. Uno de mis amigos de esa tribu, guerreros desde siempre, cuando cumplió mi edad, recibió de su padre el fusil y tres balas. Cuando falló el blanco a la tercera, la patada del padre le rompió una costilla. Os aseguro que acabó siendo un gran tirador.
Ese año había sido bueno. Alá, el misericordioso, envió las nubes y el pasto floreció. Las camellas parieron y las cabras engordaron. Mi padre escogió veinte cabritos de los mejores, aparejó su mehari y dos camellas de carga y me hizo un gesto para que lo siguiera. Íbamos hasta la ciudad de Dajla, a cuatro jornadas. Era final de la primavera y aun no hacía calor, así que viajábamos de día y podíamos acampar de noche para que las bestias pastaran. Nunca se alejaban demasiado de nuestro fuego. Yo era el encargado de vigilar los cabritos que encerrábamos en un pequeño cercado de red, durmiendo con un ojo abierto. Comíamos los pocos víveres que llevábamos y la leche de las camellas: unos cuantos dátiles y unos trozos de carne de cabra seca que daban mucho de sí hasta que lográbamos ablandarlos. A esa edad, todos los niños son capaces de comer como fieras, y yo no era una excepción. Muchas noches me despertaba el ruido de mis tripas ansiosas de recibir algo más consistente que leche y tasajo.
Acampamos fuera de la ciudad- entonces un poblacho. Yo quedé al cuidado de los camellos y mi padre fue a negociar. Al día siguiente recogimos nuestras mercancías y cargamos las bestias. Emprendimos la vuelta. Yo viajaba encima de la segunda camella, sobre uno de los sacos de gofio productos del trueque. Tomé contacto entonces, por primera vez, con aquella harina oscura y olorosa. El hambre y las largas horas de camino hicieron que, perforando discretamente con el dedo un agujerillo en el saco, pudiera irme empapuzando de aquel polvillo agradable y reconstituyente. Cuatro jornadas, bajo el sol, comiendo gofio en seco, pusieron mi estomago tirante como un tambor. Cuando llegamos al campamento, no hubo forma de bajar aquella barriga hinchada. Los masajes de mi madre y la leche de las camellas lograron, por fin, diluir la masa pétrea que a punto estuvo de mandarme al paraíso donde brotan, incansables, arroyos de leche y miel.
Aquello me enseñó a no cometer excesos de ningún tipo.
La velada transcurrió entre historias parecidas, y lo que había comenzado como un hecho desafortunado, se convirtió en un entrañable recuerdo.

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