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viernes, 18 de marzo de 2022

EL HOMBRE

 

Fue el primer hijo de la abuelita, y cuando lo conocí debía andar por los cuarenta y tantos años. Era alto, con un porte distinguido y elegante que le venía de familia, aunque por aquella época no vestía con el esmero que debía caracterizarlo años después; por el contrario, prestaba poca atención al atuendo. Los trajes, siempre arrugados, flotaban a su alrededor como banderolas al viento; pantalones con brillantes rodilleras y chaqueta siempre abierta de abultados bolsillos, que parecían seras, llenos de papeles y notas entre las que nunca encontraba la adecuada. Lo que sí usaba ya, era el sombrero, que en sus diversas variedades habría de acompañarlo el resto de su vida.

Lo recuerdo presuroso siempre, afanándose de un sitio a otro, caminando a trancos cortos y veloces para atender, como un malabarista a los dos o tres trabajos que le eran precisos para mantener a la familia que crecía año tras año. Su casa era un pozo sin fondo habitada por una multitud en continuo aumento compuesta de hijos, primos, amigos... Entraba y salía, con un horario anárquico; a veces iba a comer a las tantas, cuando ya todos estaban en el colegio y la madre, vencida, reposaba disfrutando el único rato de paz que conseguía a lo largo de su extenuante jornada. Devoraba entonces a tragaloperro lo que le hubieran dejado bajo un plato que pretendía mantener la comida caliente y salía disparado a sus múltiples ocupaciones después de engullir el enésimo café del día en “Mi Bar” o en “Drexco”. Las más de las veces llamaba a última hora excusando su presencia para comer en la buena compañía de sus amigos. En cualquier caso, los hijos no lo verían hasta el día siguiente, en el instante fugaz del desayuno, si es que no había tenido que madrugar.

Era un padre al uso de la época, repitiendo los modelos impuestos por la sociedad de posguerra como buenamente podía, acertando cuando había suerte y errando cuando tocaba, mientras alimentaba a grandes paletadas la insaciable caldera de aquel tren que no podía detenerse. Fueron creciéndole los hijos, a los pequeños debió conocerlos muy de lejos, aunque por todos procurara con igual esmero; pero he podido comprobar, años después, que las opiniones de muchos de ellos sobre el Hombre eran dispares y aún contradictorias, haciendo verdad el aserto de que “ningún hijo conoce al mismo padre”.

Durante muchos años vivimos en tierras diferentes, y nuestro contacto se debilitó por largas temporadas, pero esperábamos el reencuentro con avidez y por encima de las controversias y diferencias de opinión que a veces nos hacían llevar la mano al cinto (ambos éramos de genio vivo) primaba el respeto y el afecto que habíamos conquistado, a base de escaramuzas, a lo largo de muchos años.

Rindió un especial culto a la amistad y la vida le recompensó con buenos amigos a los que se entregó sin cortapisas y de los que recibió cumplida correspondencia; se cumplió en él la bíblica promesa del ciento por uno. Tuvo la suerte de mantener muchos de ellos hasta los últimos años, en cuya compañía remansaron los ánimos en la tertulia mañanera del acogedor Hispano, al amoroso arrullo del vino de Rioja o de la Ribera del Duero. En éste, como en tantos otros aspectos de la vida, fue muy afortunado.

Hombre de cultura sólida y profunda, de la que jamás hizo alarde y que nunca utilizaba sino para su propia satisfacción, citaba con facilidad en latín y en griego, y aún recuerdo los largos párrafos de la Guerra de las Galias con que me regalaba, en su fina ironía, a mí, que había tropezado con los clásicos desde los primeros encuentros.

Me enseñó lo que es la verdadera valentía, no la de los pistoleros del oeste ni la de los valentones capaces de tundir a otro a palos en un rifirrafe cualquiera, sino el verdadero valor, el que anida en el corazón de algunos hombres y que les permite ir por la vida con la cabeza alta, como el que sabe quién es y eso le importa por encima de todo.

Tuvimos la suerte de compartir muchos momentos buenos y cuando llegaron los malos, que siempre llegan, los repartimos a lo que tocáramos, sin ladearnos ninguno. Tuvo en mí la confianza total de quién pone su vida en manos de otro, y lo traté como si fuera yo mismo. Le vi practicar su código en la hora de la verdad. Se enfrentó con la muerte, que lo citó con tiempo, de forma serena, de igual a igual, sin entregarse pero sin rebelarse más que lo justo ante lo inevitable y natural. Con un par.

 

Siempre lo recordaré como un gran hombre. Se llamaba José María y era mi padre. 

*

De mi libro: Desde El Asilo, Murcia,2000.

 



 


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