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martes, 3 de septiembre de 2019

AQUEL MAR MENOR… (y II)


Soy “cliente” del Mar Menor desde hace muchos años, desde que tenía seis o siete hasta ahora, muchos decenios después. Primero lo cruzaba en un bote de aparejo latino llamado “San José”, ocasionalmente en veleros de amigos, ahora en un cayac que junto a mi reducida tripulación impulsamos, palada a palada, desde estaciones diversas: La Ribera, Villananitos, Los Alcázares, Los Nietos, Punta Brava, La Manga, dependiendo de dónde sople el viento de nuestro caprichoso destino. Y he asistido, al principio con indiferencia, después con estupor, ahora  con pena, al desastroso “desarrollo” de nuestro pequeño mar.
La Manga, una ligera lengua de tierra que lo separaba del “mar mayor”, se colmató en pocos años de edificios monstruosos, de miles de personas que la llenaban en verano con ríos de coches amontonados en el cuello de botella en que se convertía la única vía de acceso. Los pequeños barcos de pescadores se vieron desplazados por enormes navíos, seguramente diseñados para espacios de mayor envergadura, y de motos de agua –el artilugio más hortera y menos marinero del mundo- que aparecían inopinadamente a velocidades de vértigo, causando natural pavor a los descuidados bañistas.
Simultáneamente “el progreso” hizo que se desarrollara una agricultura intensiva en el campo de Cartagena, cuyos desechos y los de las desaladoras –en buena parte ilegales- vertían el subproducto salino a unas aguas que parecían digerirlo todo. Y no era así. Un espacio semi-cerrado como ese, tiene un límite. Quisimos hacer playas artificiales con arenas de procedencia ignota que pervirtieron el ecosistema, mientras los bañistas disfrutábamos creyendo que habíamos alterado la naturaleza en nuestro beneficio. Y tampoco era así. Llegó un momento en que el mar dijo “no puedo más”. Y se colapsó. Las aguas se volvieron pútridas, incapaces de digerir tanto vertido residual de los cultivos, tantos residuos mineros cargados de metales pesados, tantos emisarios que lo llenaban de nuestros detritus, tantos restos de combustible vertidos por los potentes motores que las surcan… mientras nuestras ineficaces administraciones miraban embobadas al feroz pelotazo urbanístico, a los rendimientos de una agricultura esquilmante, a la edificación sin tasa, a los beneficios inmediatos de tanto barco atracado por doquier sin orden ni concierto.
¿Catastrofismo? No, realidad. El daño ya está hecho. Los remedios, hasta ahora, han consistido en poner redes para que las invasoras medusas no se adhieran a las espaldas de los bañistas, o a propiciar autovías bancaleras para mayor afluencia del personal, que se hunden a los pocos años de su construcción convirtiéndose en peligrosa montaña rusa. La solución, otra chapuza, discos provisionales de limitación a 80 Km/h. que nadie respeta.
Hace poco, me comentaba un amigo viajero que en un lago alemán, de dimensiones parecidas a nuestra mal llamada “laguna salada”, solo estaba permitida la navegación a vela, a remo, o con motores eléctricos. Y uno se pregunta ¿no será posible –nunca es tarde- un plan integral y coherente capaz de revertir esta situación de la que todos somos responsables por inacción?
¿Cómo es posible que nuestros administradores –de cualquier signo que nos toque padecer- no escuchen de una vez por todas a los que de verdad saben del tema –que los hay, aunque no en abundancia- y se apresuren con la valentía necesaria a poner coto a este desafuero?
¿O será que estamos condenados para siempre a clamar en un desierto, esta vez marino?


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