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martes, 4 de junio de 2019


FELINOS MONTARACES
Para Juan Serrano

Dice mi amigo Juan Serrano que le gustan los gatos. A mí también. Tengo pactado con el artífice del futuro -de forma unilateral-, reencarnarme en gato llegado el momento, ser uno más de los que pasean por los alrededores de mi casa, que es territorio conocido y amable. Son gatos -los de casa-, grandes, rústicos, campesinos, habituados a buscarse la vida cazando roedores, ranas, pájaros, cuanto se pone a su alcance. Paren junto a brazales escondidos, de los que salen al cabo de un par de meses encabezando una recua de variopintos pequeñuelos. A juzgar por lo diverso de la capa, se diría que son hijos de padres diferentes; otro prodigio de la variabilidad genética, que diría el inglés de luengas barbas. No son gatos domésticos ni sobones, sería violentar su intimidad acercárseles demasiado, y menos acariciarlos. Buscan su espacio bajo la gran morera que da sombra al porche y se levantan despaciosos para alejarse unos metros, con lentitud estudiada, si me acerco demasiado. Me miran con displicencia, como diciendo: “cada uno en su sitio ¡eh!, vamos a respetarnos”. Y nos respetamos.
En un rincón habilitado al efecto, dejamos a veces sustanciosas sobras de pescado. Me miran desde lejos, sin inmutarse mientras sestean al sol, sin perder detalle. Ponen ojos de indiferencia, como si nada de cuanto les rodea tuviera la menor importancia, como si dejarse calentar por el sol fuera el único esfuerzo que vale la pena en este mundo de aceleración creciente. A veces me parece que su modorra fingida oculta cierta preocupación por las noticias que la radio, siempre activa, esparce por la placeta: el último feminicidio, la patera recién llegada, las elecciones de mi pueblo, los posibles pactos de unos y otros…
Y cuando la distancia de seguridad ha vuelto a establecerse, se aproximan al rincón de la pitanza, lentamente, aceptando el óbolo con dignidad un poco desdeñosa, “no creas que me mantienes porque me regalas unas migajas”, les adivino pensar. Don Rodrigo, en sus últimos momentos, debía tener pensamientos de gato.
Me han contado que los gatos de ciudad son sometidos a aberraciones quirúrgicas, que les quitan las uñas, los castran, los someten a “terapia” para que puedan convivir con los humanos. Puede que sean inevitable daños colaterales de nuestra amistad con ellos, pero sospecho que el de esos dueños y el mío no es exactamente el mismo tipo de cariño por los mininos.

2 comentarios:

  1. Mariano, yo me aficioné a los gatos por ver si ellos, como a Cortázar, me contagiaban su magia y la fantasía, la profecía y su elegancia en contar sueños y utopías. Ya sabes tú de la sorprendente libertad de estos animales. Envidio su independencia, su respeto y dignidad, su distancia tal cual tú la describes ("buscan su espacio"). Y por supuesto su elegancia y empatía, su valentía, astuta y disimulada. Te cuento: Un día tuve que llevar al perro al veterinario. Estaba en las últimas: convulsiones, vómitos y diarreas. el perro tal vez habría comido alguna sustancia venenosa. Recuerdo que era de noche. Liado en una manta metí al perro agónico en el maletero del coche. Llegamos a la clínica… y al ir a sacar el perro, allí a su lado vi al gato consolando al perro. Quiso el minino (sin que yo me diera cuenta) acompañar al perro en su último viaje.

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  2. Vaya experiencia! Los animales siempre nos dan lecciones...que no aprendemos.

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