El viajero recorría la galaxia siguiendo el periplo del Pequeño
Príncipe. Pasó por el planeta del rey sin súbditos, por el del hombre vanidoso
que se creía el más admirado del orbe, por el del borracho que bebía para
olvidar que lo era, por el del hombre de negocios que se creía dueño de las
estrellas…
Cuando llegó al asteroide B-612, hacía ya muchos años que el
Principito no estaba. La rosa que con tanto esmero cuidaba, había desaparecido
de su urna de cristal. El planeta, gracias a sus desvelos, estaba libre de
baobabs, pero yermo de cualquier otra planta. El viajero recordó el vuelo
nocturno de St. Exupery y sus aventuras en medio del inhóspito desierto del Sahara
donde solo crecen plantas raquíticas después de las breves y espaciadas
lluvias. Quizás el aviador se había marchado con la ilusión de cubrir de árboles
el gran desierto.
Imaginó un bosque lleno de verdor y decidió plantar en aquel
asteroide abandonado unos árboles que recordaran tiempos pasados, al Principito
y al aviador intrépido, donde pudieran jugar los niños que viajan por las
galaxias, si es que algún día visitaban el asteroide que ahora era el suyo.
Plantaría también unos cuantos rosales con flores de color verde, como las había
visto en su lejano país cuando él mismo fue niño.
Plantar arboles no es tarea sencilla, hay que conseguir
los plantones, seleccionar su clase para que el conjunto sea equilibrado y
sostenible, plantear la ubicación de cada uno, hacer los hoyos adecuados y
después regarlos de forma regular para que prosperen. Con los rosales pasa algo
parecido, más si pertenecen a una variedad tan especial como las rosas verdes.
Se aplicó a la faena y al poco tiempo, el asteroide B-612 se
cubrió de color. Los arboles crecían y los rosales florecieron dándole al pequeño
planeta un aspecto desconocido.
Lástima que la belleza engendre envidias. Un día, el dragón
de las galaxias emitió un viento huracanado que a punto estuvo de sacar los astros
de sus orbitas. Recorría el firmamento arrancando arboles, plantas, y arrasando
cuanto encontraba a su paso. Por eso el visitante tuvo que dormir para siempre
con un ojo abierto, como el dragón Fafner que guarda el tesoro de los
Nibelungos bajo las aguas turbias del Rin. El viajero preparó sus baterías de defensa: le
haría frente al dragón, si es que llegaba a su mundo, con toda la carga de
razonamientos de que era capaz.
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