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martes, 3 de noviembre de 2015

POSTRIMERÍAS, SANTIAGO PADRÓS Y LA CASTAÑERA

Un recuerdo de Ubeda para Isabel .
Sé que no existen las casualidades, lo que llamamos azar no es más que un cúmulo de circunstancias a las que, por parecernos sorprendentes, atribuimos toda suerte de particularidades cuasi mágicas. Nada es real, nuestra fantasía o nuestros deseos, nutren las circunstancias normales de un halo de misterio. Creemos vislumbrar fuerzas ocultas en las que imaginamos designios de seres superiores siempre fantásticos. La magia, como explicación de los fenómenos que no comprende, acompaña al hombre desde el principio de los tiempos. Es la solución para todos los misterios que no es capaz de desentrañar, pero es una solución falsa, proclive a oscurantismos.
Cualquier noche de hotel ubetense, haciendo zapping, en una emisora local, me sorprende una señora que dice adivinar el futuro mediante una serie de adminículos que tiene sobre la mesa: cartas de tarot, velas de colores, perfumes, piedras que albergan en su interior misterios insondables...De pronto nombra a Santiago Padrón y despierta mi atención; sigo interesado la charla insustancial que mantiene con una cliente empeñada en conocer el futuro de una relación nueva y, al final de la consulta, la vidente vuelve a referirse a Santiago Padrón, artífice de la cúpula del Cristo de Medinaceli y del valle de los Caídos. Un sobresalto. Dice que murió en un accidente automovilístico en..... Otro sobresalto. Ahora ya no hay duda. Se trata de Santiago Padrós, mi amigo, mi compañero de mañanas soleadas en la playa de Comarruga. El hombre al que acompañaba en su patín, que me enseñó los rudimentos de la difícil navegación de un velero sin timón, el hombre que firmaba como Sant Yago sus obras de arte.
Se perdió Santiago en un estúpido accidente de coche y la posibilidad de su obra futura, como se había perdido Alvar Fañez en la conquista de Úbeda, aunque no por las mismas razones; no se sabe si Fañez se perdió por los cerros –imposibles de encontrar- o por los cirros que con frecuencia cubren los bajos, llenándolos de una bruma sobre la que parece flotar la gente entre un paisaje de olivos. Como flotaba Francisco de los Cobos sobre las brumas de su afán de pervivencia cuando mandó construir la gran capilla donde enterrarse él y sus descendientes, quizás para que las generaciones futuras pudiéramos admirar el poderío que tuvo en vida. La vanidad de los hombres nos viene acompañando desde hace muchos siglos con tal intensidad que pretendemos ser diferentes, hasta después de muertos. Don Francisco de los Cobos hizo construir ese enorme edificio funerario, igual que los faraones del imperio antiguo construyeron las pirámides, o Mauloso su sepulcro del que solo conservamos vagas referencias. Ese mismo afán debió de llevar a Caterina Campodónico, la castañera de Génova, a ahorrar céntimo a céntimo el dinero necesario para sufragar un panteón que admiraran los visitantes del cementerio de Staglieno. Un joven estudiante menesteroso, al que de vez en cuando aliviaba el hambre con sus castañas templadas, se convirtió andando el tiempo en el músico Giuseppe Verdi que, en recuerdo de aquellos tiempos la invitó a cada uno de sus estrenos operísticos. Él y sus amigos terminaron de pagar la estatua que el maestro Orengo le había confeccionado a la castañera.
Aun en el más humilde está el afán de ser recordado para siempre.






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