Quedó Fernández perplejo. Advirtió, con sorpresa que quizás sus opiniones tenían entre los contertulios más importancia de la que había imaginado y se le pusieron las orejas encarnadas.
—De
acuerdo, os daré mi punto de vista sobre lo acontecido, pero os advierto que la
mía es solo la opinión de una persona medianamente informada que procura
utilizar el sentido común.
—Tú
eres ingeniero electrónico
—Fui,
Maruja, fui, las cosas han cambiado desde entonces.
—De
acuerdo, pero algo más sabrás que nosotros, cuéntanos tu punto de vista, acláranos
la cuestión.
—Vosotros
lo habéis querido: hay que empezar por Mesopotamia.
—Coñe,
eso nos llevará días.
—Si
empezamos con interrupciones, lo dejo.
—Sigue,
nos callamos.
—De
acuerdo. En Mesopotamia —y seguramente en otros lugares— se produjo hace entre
8 y 10.000 años un hecho trascendental: los seres humanos domesticaron la
agricultura y la ganadería, se encadenaron a la tierra. Hasta entonces, los
alimentos iban del árbol, la carroña o la bestia cazada a la boca (del
productor al consumidor), luego se inventaron los almacenes. El grano se
recolectaba, se guardaba en almacenes y se distribuía. Así ha sucedido con toda
clase de alimentos y enseres a lo largo de los tiempos: el almacén es un
elemento intermedio imprescindible para toda actividad humana, es lo que nos
permite dosificar los enseres a medida que los vamos necesitando, desde la
mermelada de moras que guardamos para el invierno hasta los coches de la
fábrica que agrupamos en grandes campas, para hacerlos salir a medida que los
van requiriendo los distribuidores.
Ese
almacenaje al que estamos acostumbrados y que tan fluido hace el curso de los
elementos, en la energía eléctrica no
existe. La energía eléctrica —la corriente, para entendernos—, que se
produce tiene que ser consumida en el mismo instante, y al revés, la energía
eléctrica que se demanda, tiene que ser producida en el mismo instante. Cuando
le damos al interruptor de la luz y nos llega un chorro de corriente capaz de
encenderla, alguien, en algún sitio, tiene que estar produciendo en aquel
instante esa energía.
A
hora imaginemos lo mismo a nivel mayor. Si en nuestro pueblo, cuando cae la
noche y baja la temperatura nos ponemos de acuerdo para encender las luces y
los braseros eléctricos, imaginad al tío que produce la electricidad en un
sitio lejano que puede ser Barcelona, Sevilla, Francia o Marruecos, dándole a
la manivela de forma desaforada para producir la energía eléctrica que le
acabamos de demandar. Lo que no es posible ni admisible es que le demos a la
llave de la luz cuando se nos antoje y esta no se encienda, eso no puede pasar.
Sigamos imaginando este pequeño ejemplo multiplicado por miles de miles. El
pueblo se ha convertido en nación y los vecinos en millones de ciudadanos. ‘El
tío de la manivela’ es un gigantesco ‘fabricante de electricidad’ que tiene que
estar pendiente segundo a segundo de quien enciende una luz en cualquier sitio
para darle a la manivela con el impulso suficiente.
Ya
tenemos identificado al consumidor: el vecino o vecina que pone la lavadora o
el horno, el ascensor que sube a los pisos, la industria que calienta el agua o
mueve motores y un largo etcétera. Vamos al productor, al ‘tío de la manivela’.
Está formado por muchos ‘productores’. Para producir electricidad se requiere
que alguien haga girar un eje a través de un aparato, llamado generador, que la
produce (el caso de las placas fotovoltaicas es asunto que ya trataremos más
adelante). Cambiamos una energía en otra, porque como ya habréis oído, la
energía ‘ni se crea ni se destruye’ (primer principio de la termodinámica). Cómo
convertimos la energía del tipo que sea en eléctrica, os acabo de dar la pista:
la energía del agua almacenada en los pantanos dejándola caer para mover las
turbinas que hacen girar el eje que mueve el generador, el vapor de agua
obtenido en las centrales nucleares, los aerogeneradores, los ciclos combinados
de gas.
—¿Y
las placas?, esas no se mueven.
—Ese
es otro asunto, María. En ese caso, captamos la energía del sol y a través de
un sistema placas, se la enchufamos al tío de la ‘manivela’ para que use de
ella según demanda.
Introduzcamos
el factor económico. El ‘tío de la manivela’ tiene que valorar donde compra la
energía eléctrica para poder servirla a un precio asequible a sus clientes, que
la quieren a un coste lo más barato posible. Tiene un abanico de proveedores a
su disposición (hidráulica, centrales térmicas, nuclear, renovables, ciclos
combinados de gas) que se la ofrecen a precios diferentes, según sus costes de
producción. ‘El tío de la manivela’ tiene que ser muy astuto y hábil para, en
tiempo real, ‘comprar’ a cada uno de sus proveedores la cantidad de energía
necesaria para abastecer la demanda en cada instante.
—¡Pues
tiene que ser un artista!
—¡Ya
te digo! Ahora viene otro asunto: la distribución. La energía eléctrica se
trasmite, como todos sabemos, por cables en torres enormes, para
sustentar los conductores de gran tamaño que minimicen las caídas de tensión. Cuando
se produce la energía en el lugar de origen, se eleva la tensión mediante
transformadores, se transporta por esos cables y en el lugar de consumo se vuelve a
bajar. Cuanto más amplias sean las redes de distribución, más amplio será el ‘colchón’
que permita establecer el equilibrio entre la oferta y la demanda de
electricidad en cada instante, de modo que ya no basta la red nacional, sino
que las redes se hacen internacionales. En nuestro caso, estamos conectados con
nuestros vecinos franceses, marroquíes y portugueses, estos a su vez, estarán
conectados con otros, de modo que si se produce una incidencia en cualquier lugar
de esa enorme red, ‘el tio de la manivela’ tiene que estar atento, segundo a
segundo, para ‘comprarle’ a otro proveedor la energía necesaria para subsanar
el problema.
—Pues
es complicado el asunto.
—Mucho.
Cuando las cosas van bien, no nos enteramos, creemos que todo está en buenas
manos y nos parece lo más natural que cuando le damos al interruptor, la
bombilla se encienda, y si no se enciende, ya estamos con el apagón y nos
apresuramos a comprar papel higiénico.
—Te
ha quedado lo de las renovables.
—Ese
es otro asunto y no menor: el análisis de las fuentes de energía y su facilidad
para dar respuesta ágil a la demanda instantánea. Para eso están los técnicos y
los políticos. Todas las fuentes tienen sus pros y sus contras, quizás la menos
contaminante sea la hidráulica, pero depende del sistema hidrológico de cada
país, si hay poca agua hay que dosificarla; la nuclear es limpia en el uso,
pero hay que desprenderse de los residuos radioactivos y de su peligro; el gas
natural es poco contaminante, pero depende de los recursos de cada país, el que
no tiene gas, se ve obligado a comprarlo por oleoductos o barcos; la eólica y
la fotovoltaica son limpias, pero sus residuos son contaminantes y poco
reciclables. Hay que considerar también la capacidad de respuesta instantánea
de cada una de las fuentes, que son diferentes.
Imagínenos
lo complejo que es gestionar todos esos elementos y las enormes medidas
tecnológicas y de seguridad que deben estar establecidas para que un apagón —un
cero energético, como dicen los expertos— no se produzca más que en casos
excepcionales. Lo estúpido es utilizar estos fallos del sistema para entrar en
debates estériles entre nucleares y renovables o cualquiera otras. Al final, dependemos
de la política energética de cada país.
—O
sea, en manos de los políticos.
—Como
siempre.