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martes, 25 de marzo de 2014

CIERTO PAIS

Hace ya tiempo, por razones que no vienen ahora al caso, tuve ocasión de viajar durante varios años por un país del sur, cercano y sin embargo muy diferente: otras costumbres, otro dios, otro tipo de gobierno, una población adoctrinada, sumisa y reprimida… un país que, comparado con el mío, me parecía atrasado, tanto como su propia cronología mostraba. Estaban en el año mil cuatrocientos treinta y tantos. Natural.
La multitud se resignaba con gusto a ser vasalla de un rey de origen divino que tenia palacios por todo el territorio, que vivía en medio de un lujo oriental, rodeado de una corte de aduladores medievales mientras el pueblo se mantenía en una economía de subsistencia y le rendía pleitesía. El índice de parados era aterrador y la mitad de la población se mantenía de los sueldos oficiales, lo que por otra parte aseguraba al régimen una estabilidad a prueba de bomba. El pensamiento oficial era el único aceptado y hasta los pocos disidentes del régimen disimulaban en público y se consolaban pensando que ese era el designio divino. Quizás en la otra vida tendrían el merecido desquite. Los limpios de corazón alcanzarán la gloria.
Las mujeres tenían un sitio diferente al de los hombres y caminaban un paso tras ellos. No acudían juntos a la escuela ni se mezclaban nunca en actos religiosos, por supuesto solo había una clase de enseñanza, basada en los principios irrenunciables de su religión, única verdadera. La mujer estaba sometida al marido -debía aceptar el que su padre le propusiera-, durante el resto de su vida. En caso de separación, el marido se quedaría con los hijos varones que él decidiera y la mujer saldría de casa en compañía de sus hijas y del ajuar que hubiera aportado al matrimonio. La homosexualidad no existía y la policía, abundante y bien pagada, decidía como solucionar los desmanes callejeros, evitándole gran parte del trabajo a jueces y tribunales. Había furgones blindados en todas las esquinas para garantizar la seguridad de los ciudadanos y la paz del país.

La medicina estaba solo al alcance de los ricos, los pobres se morían por lo suyo, de forma natural, como desde el principio de los tiempos. Eso contribuía a mantener un sano equilibrio ecológico.
La clase gobernante vivía en una nube de corrupción alrededor del monarca y “la propina” era cosa habitual en cualquier estamento público. Así había sido siempre, natural como la vida misma.
Aquel país era una balsa de aceite y los mendigos callejeros –nos decían- eran cosa de broma, formaban parte del folklore, había quien se sacaba los ojos para provocar lástima, ya ve Ud. La gente que buscaba en los montones de basura eran insatisfechos a la búsqueda de curiosidades, allí no existían las fechas de caducidad, nada era perecedero. La religión era el consuelo necesario y suficiente. Era un país feliz.


A veces pensaba: “yo jamás me quedaría a vivir en este país tan diferente al mío…”



martes, 18 de marzo de 2014

LAS OLIVERAS DE DON JOSÉ

Una noche en el Zalacaín.

Dice el profesor Buendía que el hombre es la palabra y no resulta extraño tal aserto en él, que la tiene fácil, abundosa y culta.
Un servidor, que cuenta entre sus escasas virtudes la avidez por el aprendizaje, procura imitarlo en ese menester, aunque con escaso éxito. Quizás por eso me refugio en la cómoda soledad de la escritura que me permite balbuceos y correcciones sin cuento con qué aderezar de adjetivos lo parco del contenido. Nadie que observe el plateresco final sabrá nunca de los fallidos intentos, de los tachones, vueltas y revueltas sufridas por las sensibles letras que atormento.
Algo parecido sucede con el precioso líquido que obtiene Don José de sus olivos centenarios en el Cortijo Blanco cabe la zona de Torre Guil, salvados por milagro de la piqueta urbanizadora que asoló la zona en los años sesenta. Tras la botella de tonos ambarinos que contiene el soberbio ungüento digno de pies esenios, se esconde todo un mundo de esfuerzos ancestrales dejados entre los troncos nudosos por varias generaciones de Buendía. En la humilde botella están también, latiendo silenciosas, las letras de infinitos poemas cantados por el viento a las verdes olivas productoras del aceite Royal Temprano que, como es notorio, protege la salud, ahuyenta los temores, expulsa el odio, trae la concordia a los corazones y promueve el deseo sexual de forma extraordinaria.
Puede que el profesor Buendía entretenga y anime con su verbo fácil y explosivo a sus olivos en las tardes calurosas del verano, cuando el fruto es apenas un botoncillo áureo, relatándoles sus largos viajes por el mundo o sus excursiones terapéuticas a mentes tormentosas. Les hablará abonico, con el mismo cariño que los trataba su abuelo hace ya siglos, llamándolos por sus nombres de olivera: Generosa, Atenea, Alborada, Santa, Galana, Airosa, Recatada, Albina, Licenciosa… y tantos otros.
Yo también he escuchado, en las noches serenas de Noviembre, un canto parecido y diferente. No suenan igual las Cornicabras de verdeo -más tarde moradas y luego negras azabache- que la Manzanilla que envidia a la Picual su verde agresivo y reluciente, o la humilde Arbequina de granos diminutos que la discreta Cuquillo nacida para dar nota enlutada a la colorida ensalada de mi tierra.

Cantan desde época griega los olivos mecidos por el aire suave, pasan los hombres y sus vanidades y ahí quedan, enhiestos, retorcidos e inmortales esos troncos, como quedarán para siempre las letras de los poemas que el viento ha parido al enredarse entre sus ramas.

Recomiendo una visita al blog del profesor Buendía: http://josebuendia.blogspot.com.es/

martes, 4 de marzo de 2014

ESTADO DE LA NACIÓN: UNA DE LAS DOS ESPAÑAS

No parece que hayamos avanzado mucho desde que el poeta, exiliado forzoso al final de su vida, hiciera ese acertado y triste comentario.
Los dos gallos se han plantado, cada uno en su rincón y desde lugar seguro han alzado cantos estridentes procurando amilanar al contrario. Los seguidores de uno y otro, provistos de orejeras que solo permiten ver uno de los colores del espectro político, los han jaleado convenientemente cuando la pausa oratoria lo sugería. Con arreglo a la vieja y eficaz norma política: pregunta lo que quieras que contestaré lo que me dé la gana, han desembuchado machaconamente durante largas horas los discursos que traían aprendidos, respondiendo a preguntas sobre la marcha con frases en conserva. El alarde parlamentario que en otras épocas consistió en hacer gala de oratoria, elegancia y agudeza, se ha trocado en un ejercicio elefantiásico que emula las soporíferas sesiones con las que Castro afligía a sus pacientes vecinos. No hay quien resista una de estas exposiciones, menos quien la entienda y muy pocos los que sean capaces de dilucidar entre la avalancha de cifras contrapuestas, de inexactitudes y de silencios sobre cuestiones que el ciudadano creía fundamentales, cuál es la verdad o por lo menos cuál de los gallos estentóreos se aproxima más a ella.







Luego salen a la palestra los pollos de menor entidad y también arremeten. Para el titular del gallinero, curtido ya, con espolones afilados a modo de concertinas y con un revés que McEnroe hubiera envidiado en sus mejores tiempos, son pan comido.
Y el ciudadano medio, agobiado por su situación personal; por la de sus hijos reducidos a la inoperancia o forzados al exilio; por la de sus mayores cada vez más desatendidos y temerosos ante un futuro que creían tener asegurado; por la de sus vecinos, algunos de los cuales está todavía peor que él, entra en un bucle de melancolía al que no le adivina salida. Se ha prometido muchas veces no acudir nunca más a las urnas, pero sabe que esa tampoco es una buena solución. Acepta que es animal político y percibe con claridad que el desafecto por la participación ciudadana no es una recomendación deseable. Es consciente de que su dejadez ha propiciado el que a la política no hayan acudido los mejores ni, en muchos casos los más honrados. Él también tiene su parte de culpa, lo asume pero no sabe como remediarlo.
No es cierto que todos los políticos sean iguales, ni todos los partidos tampoco. Oye  el españolito a unos y a otros decir que las soluciones a la crisis que ellos proponen son las mejores, pero siente que las grandes mejoras macroeconómicas se han hecho sobre la base de empobrecer a la población (no a los dirigentes), recortar sus derechos y volver a las mujeres a la tutela de la que hace muchos años se habían liberado; que la banca sigue con sus pingües beneficios sin que el capital imprescindible para nuevos o viejos emprendedores fluya; que la competitividad que en este país ha sido el índice de referencia con Europa, ha subido gracias a los bajos salarios, como en China; que la sanidad y la educación se deterioran a ojos vistas; que debemos, a partir de ahora, inhibirnos de los crímenes internacionales…

El españolito se encuentra en medio de las dos Españas y no sabe a cual pertenece.

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