Unos años antes de que se iniciara nuestra Era, nació en
algún lugar de Italia que no conocemos con exactitud, Cayo Julio Cesar
Octaviano, que pasaría a la Historia como
el primer emperador romano y por mantenerse
al frente del gobierno de Roma durante un largo y fructífero periodo conocido
como “Paz octaviana”.
Por aquel
entonces, Roma era una republica y Augusto siguió considerándose –de boquilla-
republicano toda su vida pero con astucia sibilina y paciencia a prueba de
bombas, fue poco a poco reuniendo en su persona, además del nombramiento de
cónsul anual, los de princeps senatus,
augustus, e imperator proconsulare de Galia, Hispania y Siria, Tribuno vitalicio; Cónsul vitalicio y Prefecto de las costumbres; Gran pontífice; y por fin, Padre de la patria.
A
pesar de manifestarse republicano convencido, Augusto convirtió la República
romana en una suerte de monarquía a la que se llamó Principado o Imperio.
Los
súbditos de ese Imperio, en agradecimiento a su buena labor, decidieron
convertirlo en dios, que era la forma de agradecerle su buena gestión mejor que
conocían, pero Augusto, fingiendo siempre modesta discreción, rechazó que le
ofrecieran culto, al menos en las zonas centrales del imperio. En las
provincias más lejanas lo toleraba simplemente para hacer ostentación de su
falsa modestia. Algo parecido ocurrió con su esposa Livia que, ya en su larga
ancianidad, procuró que su nieto Calígula y su bisnieto Claudio la convirtieran
en diosa para poder esquivar así –suponía- la penas del Averno a que la habían
hecho acreedora sus muchos crímenes.
Y
se preguntarán, los que hayan llegado hasta aquí, a que vienen todas estas
historias de dioses y romanos. Pues se lo voy a decir:
Vienen
a que cierto ex –presidente del Gobierno ha vuelto a la actualidad que se
resiste a abandonar, para afligirnos con sus memorias. Y he tenido la impresión
al ver sus actuaciones de que anhela, como destino final, la deificación que
Augusto y Livia no llegaron a lograr de forma plena. Madera de ello tiene, no
hay más que ver con que pomposa ostentación se manifiesta y como el ego
inconmensurable le precede, como un aura otorgada desde lo alto, en todas sus
apariciones públicas. Seguramente habrá pocas personas en este país que no le
reconozcan los indudables méritos de su primera etapa de gobernante, tan pocas
como las que no admitan su estruendoso fracaso final, por falaz y embustero. Y
menos aún habrá que no sientan cierta vergüenza ajena al ver los ostentosos
ridículos mayestáticos a los que se arriesga con esa actitud prepotente y
admonitoria con que se dirige a sus antiguos colegas ideológicos. Ha resucitado
el papel mesiánico de quien tiene –dice tener- todas las soluciones para la
buena gobernanza de este país que los pobres mortales que lo sucedieron no
acaban de encontrar. Incluso amaga -de boquilla- con una vuelta redentora.
A
ciertas alturas de la vida, penosa es la equivocación, imperdonable la mentira,
pero lo más tétrico es el bochornoso ridículo.
Este artículo se publicó en “La Opinión” de Murcia el 12.01.2014